Los viejos siempre han sido un incordio. Si no fuera por ellos, las largas marchas del clan habrían avanzado con más rapidez a través de los glaciares, y las civilizaciones posteriores, dependientes de su autoridad moral y de una tradición instituida por ellos mismos, no habrían tardado tanto en progresar. Menos mal que a los griegos se les ocurrió decir un día que la auténtica belleza residía en la marmórea dureza de los cuerpos jóvenes, y que después a los cristianos les dio por obsesionarse con el futuro, que es el mayor enemigo de la vejez, porque, a partir de esos instantes, cada época ideó una manera de quitárselos de encima: el Renacimiento, con su culto a la individualidad, los convirtió en locos ridículos que se creían personajes de novela; el Romanticismo, con su amor por la originalidad, los excluyó del arte y de la literatura, y, ya en el siglo XX, las vanguardias, con su fascinación por la novedad, sencillamente los olvidaron por completo.
En la actualidad hemos inventado formas más indirectas de acabar con ellos. Hay algunas muy poco sutiles, como legalizar la eutanasia o dejarlos morir en las residencias en medio de una pandemia, pero otras son el colmo de la sofisticación y de la crueldad. Por ejemplo, alargamos la edad de jubilación o los ponemos a cuidar de los nietos mientras los hijos permanecen amarrados al duro banco de sus trabajos de mierda, para que jamás puedan tener un respiro y acaben deseando que les llegue la muerte cuanto antes. O incluso creamos un mundo tecnológico cada vez más abstruso para que ellos mismos terminen haciéndose a un lado. Como he dicho, cada momento histórico inventa modos distintos de liquidarlos, pero en el nuestro, que nos ha llevado a las más altas cimas de la infatuación y la vanidad, existe una especial inquina que ninguna otra época ha experimentado jamás, ni siquiera aquellas en las que los dejábamos morir destripados por una manada de dientes de sable.
Los viejos molestan hoy muchísimo más que antes no solo porque son un incordio social y económico, sino porque, como diría algún personaje del Diario de la guerra del cerdo, representan el futuro de los jóvenes, y eso no es muy agradable en los tiempos que corren. Ver cómo vamos a acabar puede quitarnos las ganas de vivir. De hecho, si lo pensamos bien, cada viejo es un suicidio.
(Ilustración de Isidoro Martínez Sánchez )
No me diga usted que la eutanasia es poco sutil. Se salta toda la Antigüedad clásica en la que el bien morir estaba permitido y era digno y honroso a veces. Piense en algunos filósofos griegos y en las escuelas helenísticas, en el imperio romano y en los neoplatónicos después. Hasta que llegó el cristianismo y nos tomó por críos. Y todo se jodió. Pensaron por nosotros. Ay de los herejes suicidas. Escohotado habla mucho y bien de la eutanasia. No es asunto baladí, como puede ver habida cuenta de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del art. 10 de la Constitución española. Izquierdas y derechas se lo siguen pasando por el forro. Vae victis!
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Hay eutanasias más y menos sutiles. De las segundas, me quedo con la que se aplica en los Países Bajos, donde se debate actualmente introducir un nuevo requisito para que un médico pueda inyectarte algún veneno letal: haber cumplido los 75 y padecer cansancio vital (sic). No sé a usted, pero a mí me parece que esto posee la sutileza de un bocadillo de chorizo.
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