En el Arte nuevo de hacer comedias, Lope de Vega dice que estructurar el argumento en tres partes es lo más adecuado para contar una historia, porque tres son también las edades del hombre. Por eso, a pocos años del medio siglo en este gran teatro del mundo, uno no tiene más remedio que preguntarse: ¿y si hubiera entrado ya en el segundo acto de la obra? ¿No estaría así explicada la sensación de permanecer en este destierro perpetuo, en esta vasta tierra de nadie?
Situada entre la juventud y la vejez, la mediana edad parece no tener más esencia que la de ser una transición, donde ya no se siente que el tiempo es eterno, pero tampoco se adivina el final del camino. Es mediana porque está en medio, pero también porque parece no destacar entre las cumbres de la mocedad y el profundo valle de la senectud. Llegamos en su día al segundo acto empujados por la inercia del primero, desconocidos aún por el gran público y con todas las puertas de la acción aún abiertas. Y ahora, a punto de entrar en el tercer acto, nos damos cuenta de que todo está planteado y el público ya sabe de sobra quiénes somos.
Y, sin embargo, algo dentro de nosotros nos dice que la obra no ha terminado todavía, y que debemos responder a las inquietantes incógnitas que nos asaltarán a partir de ahora: ¿qué nos queda por hacer?, ¿arrojaremos al inoportuno criado por el balcón, como hace Segismundo?, ¿demostraremos la fuerza de Adela para no dejarnos doblegar por Bernarda?, ¿seremos capaces de actuar, de desencadenar la vida y dejarnos ganar por la fuerza de la naturaleza? Es decir: ¿tendremos la voluntad suficiente como para rebelarnos contra el destierro al que nos condena una sociedad que idolatra la juventud por encima de todo?
En uno de los ensayos de Los tres usos del cuchillo, el gran David Mamet recuerda un chiste que, allá por los locos años veinte, se solía contar en la Rose Room del mítico Hotel Algonquin. Un hombre le dice al otro: «¿cómo llevas la obra de teatro?»; y este responde: «tengo problemas con el segundo acto». Era entonces cuando Harpo Marx, Dorothy Parker, Marc Connelly o Robert E. Sherwood, tertulianos habituales de las reuniones de la Tabla Redonda, reían y soltaban aquello de: «claro, quién no tiene problemas con el segundo acto».
Imagen: The Algonquin Round Table. Al Hirschfeld.
Vanitas vanitatis … : ¿Quién escribirá el tercer acto?
Vida
Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada, o después de todo supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!». Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!». Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada. (Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada.
José Hierro
NI UN DÍA SIN POESÍA
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