Una de las ventajas sobre el resto de la humanidad que tenemos los nacidos en los setenta es que fuimos niños en los ochenta. Ser niño en los ochenta es uno de esos escasos privilegios generacionales que se dan en la historia. Los de aquella época crecimos en un interludio donde lo mejor de la generación anterior convivió en perfecta simbiosis con los cambios sociales que ya empezaban a darse. Aunque vimos morir el mundo de siempre, aún conocimos la autoridad familiar, el hábito de la paciencia y los veranos interminables. Los programas infantiles nos trataban como si fuéramos personas inteligentes, los colegios seguían enseñando, no sentíamos la tiranía de la imagen y lo más importante que nos pasaba siempre sucedía en la calle.
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