Una de las ventajas sobre el resto de la humanidad que tenemos los nacidos en los setenta es que fuimos niños en los ochenta. Ser niño en los ochenta es uno de esos escasos privilegios generacionales que se dan en la historia. Los de aquella época crecimos en un interludio donde lo mejor de la generación anterior convivió en perfecta simbiosis con los cambios sociales que ya empezaban a darse. Aunque vimos morir el mundo de siempre, aún conocimos la autoridad familiar, el hábito de la paciencia y los veranos interminables. Los programas infantiles nos trataban como si fuéramos personas inteligentes, los colegios seguían enseñando, no sentíamos la tiranía de la imagen y lo más importante que nos pasaba siempre sucedía en la calle.
Tuvimos la suerte de que Internet y las consolas nos pillaran mayores, por lo que nos relacionamos como lo habían hecho todos hasta la fecha. A diferencia de nuestros hijos, nosotros tuvimos una infancia donde había momentos en los que podíamos escapar de la supervisión de los adultos. Las cosas de niños eran cosas de niños, y muy raras veces nuestros padres metían sus narices en ellas. Por eso, también hemos sido la última generación que construyó sus mitos a la vieja usanza, sin la inmersión autista de los videojuegos actuales. A pesar de que asistimos a los primeros blockbusters de la historia, salíamos del cine luchando con espadas láser invisibles y vivíamos imaginando que nuestras bicis podían volar. Spielberg fue nuestro Verne, y sus películas, como las novelas del francés para los que nos precedieron, son un paraíso que nunca hemos perdido.
Pero, sobre todo, los nacidos en los setenta fuimos la última generación que quiso hacerse mayor. Para que los niños disfruten de una auténtica infancia, han de tener muy claro que esta no dura eternamente. Es decir, debe haber una frontera muy definida que separe las edades. En aquel tiempo aún existían ritos de paso que te permitían dejar de ser niño. Y todos eran reconocibles. Las generaciones posteriores los han ido perdiendo poco a poco, pero imbuidas en un paradójico proceso que los multiplica, los vacía de sentido y los termina convirtiendo en lo contrario. Un ejemplo es la sobreabundancia de actos de graduación que se organizan en colegios e institutos, simulacros todos ellos de algo que en realidad no existe. Porque a los niños de hoy no les permiten hacerse mayores.
Imagen: fotograma de E.T., el extraterrestre, 1982.
Quizás esa forzada incapacidad de madurar, ese deseo y obligación de infancia eterna (¡y paradójicamente pretenden pedir a los examinandos en Selectividad «madurez»!) sea la clave que separe a los millennials del resto del mundo. Si Kant dijo que la Ilustración consistía en superar la inmadurez de la minoría de edad culpable, está claro que sin darnos ni cuenta (algunos sí, para colomo) hemos sumido a nuestros hijos y a nuestros alumnos en el terror de la idiocia.
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Donde digo «colomo» digo «colmo».
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Añado al artículo esta coda: los nacidos en los setenta somos los peores padres de la historia.
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