El monstruo se llamaba Clase Media y el doctor Franconstein, su padre y creador, supo que, a través de él, perpetuaría su herencia para siempre. Bastaba con dotarlo de una seguridad social, una vivienda de protección oficial, un ministerio de educación y un agosto de paella en alguna playa recién urbanizada. Todo a imagen y semejanza de las aspiraciones del monstruo. 

Y el monstruo, muerto el padre, fue adoptado entonces por los epígonos del padre para seguir siendo monstruo. Se le otorgó el don de ser de izquierdas o de derechas, de hablar catalán o gallego, de votar a unos o a otros. Para sensibilizar al monstruo, se le infundió el miedo a ser despedazado por una bomba lapa (para humanizar al monstruo, se creó a un antagonista del monstruo llamado ETA).

El monstruo vivió largos años sumido en la monstruosa felicidad de saberse, a pesar de todo, monstruo. El estado del bienestar lo amansó, los medios de comunicación lo alimentaron, el espejismo de su democracia monstruosa atemperó cualquier pulsión de rebeldía. Sus cuidadores, los epígonos del padre, lo observaban en silencio mientras tanto y experimentaban con él sometiéndolo a rigurosas pruebas de lealtad.

Una vez, recrearon ante sus ojos la farsa de un golpe de estado para medir la resistencia de su monstruosidad. En otra ocasión, un 11 de marzo, hicieron estallar al monstruo por los aires para comprobar si, tras una tragedia monstruosa, su cerebro, entrenado durante décadas en el miedo y la pusilanimidad, era capaz de frenar el arrebato de ir tras la verdad. Finalmente, temiendo que su fe pudiera agotarse monstruosamente, le permitieron hacer una pequeña revolución en las plazas del país, y crearon una joven generación de epígonos con el monstruoso objetivo de revitalizar el proyecto del padre, convertido ya en abuelo.

De estas pruebas salió el monstruo airoso, y los epígonos del abuelo comprendieron que habían dado con la clave de la inmortalidad de todo ser monstruoso: debían acostumbrarlo al mal menor para que el monstruo asumiera la mediocridad como única forma de vida. Solo así asegurarían la supervivencia del monstruo y la suya propia.

Por eso, ahora, en plena crisis económica, cuando está siendo esquilmado desaforadamente, el monstruo nunca pone difíciles las cosas, el monstruo jamás hace preguntas comprometedoras, el monstruo, como mucho, amaga un gesto, un puchero, un tuit pidiendo lo imposible.

Por eso ahora el monstruo sigue siendo todo un éxito.

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