Yo no sé qué es lo que convierte un libro en un clásico, qué poder lo hace mantenerse en pie sobre otros libros condenados al oprobio del tiempo. No sé si esta fuerza es intrínseca, si hay algo en el clásico desde el origen, una especie de brillo que lo define y que lo alienta hasta el final. Una marca de nacimiento común a todos los clásicos que pasa inadvertida hasta el momento. Una señal de su destino que nada tiene que ver con el escritor, que no procede de ninguna voluntad, pero que, paradójicamente, crea la voluntad de quienes se acercan a él.
Tampoco sé si son los lectores de todas las épocas quienes otorgan ese don incomparable. Si, como sostiene Borges, es la extraña lealtad de estos lo que hace al clásico, una lealtad fundamentada en la capacidad que atesora de ser «deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». No sé si Azorín está en lo cierto cuando dice que el Quijote no lo ha escrito Cervantes sino la posteridad, ni si existe un mecanismo, una fórmula, un patrón que provoque que esto ocurra.
Lo que sí sé es que un clásico se levanta sobre las ruinas de la cultura y desafía la lógica de la existencia. Sé que, cuando alguien se acerca a un clásico, percibe una cosa indefinible que lo apabulla y lo somete, porque el clásico siempre es demasiado grande para nuestras vidas tan pequeñas. Sé que un clásico huele a los siglos que ha atravesado hasta llegar a mí, que es el único objeto en este mundo que, con solo tocarlo, es capaz de matar a la misma muerte y volvernos tan antiguos como él.
Esto es lo que yo sé de los clásicos. Pero también que, pese a que sacian provisionalmente nuestra sed de eternidad, ninguno es eterno. Los clásicos mueren por el olvido de las sociedades que un día los encumbraron, y jamás son reemplazados por otros. Esa amnesia es el síntoma de que todo llega a su fin. El romano que ve cómo Odoacro depone al último emperador no conoce a Cicerón ni ha leído la Eneida. Lleva tanto tiempo sin los clásicos, que cree que el pasado nunca ha tenido lugar. Vive tan inmerso en el presente, que ni siquiera sabe que es precisamente el mundo que conoce lo que ya ha dejado de existir.
Imagen de Isidoro Martínez Sánchez