He descubierto la música de los noventa con treinta años de retraso. Llevo un tiempo escuchando insistentemente Loveless en mis auriculares, y me pregunto dónde estaba yo metido en aquella época para haber ignorado esta obra maestra de My Bloody Valentine. No es la primera vez que me sucede algo así. Me ha pasado con Paul Auster, por ejemplo; leí Leviatán hace un año y me hice la misma pregunta. Se supone que cada generación tiene una geografía común, un talismán que convierte en cómplices a sus miembros, momentos del pasado donde todos han coincidido puntualmente. Pero existe una minoría de personas que siempre llega tarde.
Más que un problema de perspicacia es una cuestión de perspectiva: los que llegamos tarde no solemos ser conscientes de donde estamos hasta que dejamos de estar. Para nosotros, nuestra época es como un cuadro impresionista que cobra sentido cuando nos alejamos de él. Tan solo conocemos a través de la memoria porque, a diferencia de nuestros contemporáneos, nos cuesta mucho entender algo tan caótico y fuera de control como el presente. Vivir en diferido es nuestra manera de ver el mundo.
Los retrasados tenemos una gran ventaja y un gran inconveniente. La gran ventaja es que, como experimentamos más tarde los instantes, podemos disfrutarlos con más sabiduría. El gran inconveniente es que eso jamás nos ha servido de nada. Para no desentonar demasiado con el entorno, los retrasados diremos que también vimos esa película o escuchamos aquella canción que a todos les cambió la vida. La memoria de los retrasados está tan llena de espacios en blanco, que muchos descubren que han vivido con retraso cuando no tienen más remedio que inventarse sus recuerdos.
Hay en nosotros un sexto sentido para descubrir a otros retrasados. En mi trabajo es muy fácil distinguirlos entre la masa de estudiantes. Los chavales solitarios a los que normalmente se les toma por tímidos o asociales, o incluso aquellos a quienes se les diagnostica algún trastorno del espectro autista, quizá anden inmersos en el doloroso proceso de ser en el futuro unos adultos retrasados. Cuando los veo deambular por el patio del instituto, sé que ya están cuestionándose cosas que pocos se cuestionan, que creen que cada vez encajan menos en su ambiente y que sienten envidia cuando los demás pueden adaptarse con naturalidad al tráfago diario.
Todo eso lo sé perfectamente porque yo fui uno de ellos.