Yo quiero ser del equipo del Gran No. Donde se ponga una buena negación que se quite cualquier voluntad afirmativa. En el fondo, no hay nada parecido a un Gran Sí. Afirmamos, por supuesto, pero ninguna de nuestras afirmaciones constituye una decisión soberana, una constatación de que estamos vivos. La afirmación es apática e inercial. El auténtico conocimiento aparece cuando negamos. El niño tiene muy claro que no le gusta esa comida y el adolescente que no quiere estudiar. Sabemos lo que no somos mejor que lo que somos, y a dónde no llegaremos en la vida antes que el lugar que ocuparemos. Toda experiencia depende menos de lo que hacemos que de lo que no hemos hecho. Negar, por tanto, es un acto performativo; afirmar no pasa de la mera expresión de lo evidente.
Por si fuera poco, el Gran No es una constante en la historia del ser humano y el tesoro más hermoso que guarda la memoria de las religiones. En un momento de su meditación, el príncipe Siddhartha entiende que nada existe, ni siquiera él mismo. Cuando se convierte en Buda, intenta enseñar este descubrimiento en la difícil doctrina del anatta: la negación del yo, de la identidad permanente. Todo cuanto eres, todo cuanto percibes es un espejismo de tu conciencia. Un siglo antes, Lao-Tse ha descubierto algo parecido. Para él, el Tao es el abismo y la divinidad, el vacío. Nuestra era tampoco es ajena a esa negación. Los gnósticos valentinianos aseguran que a Dios se le debe definir mediante negaciones porque no es nada del mundo que conocemos. Por su parte, San Juan de la Cruz únicamente acierta a balbucear la presencia del Amado, imposible de describir con palabras; ¿acaso no es su «noche oscura» la ausencia de la afirmación y del lenguaje?
En la vida ordinaria, el Gran No no solo es asertivo (no estoy de acuerdo, no quiero, no me gusta) sino que va más allá de cualquier negación que articulamos. El Gran No nos salva de la vida que nunca elegimos, derriba los vínculos y los apegos, y nos confiere una bella independencia. El Gran No propicia que nos distingamos del mundo, que lo habitemos sin formar parte de él. Pero, a cambio, requiere que pronunciemos la negación más grande de todas, aquella que, en esta época de desenfrenado egotismo, hace tan difícil que entremos en su equipo: no soy nadie.