No hay género artístico más determinante en mi vida que el cine. Más incluso que la literatura o la música. Existen libros que me han marcado profundamente, por supuesto, y canciones que parecen haber sido compuestas para mí. Pero sólo el cine es capaz de añadir a esas experiencias un trasfondo emocional que raras veces he encontrado en otros lugares. Y, sobre todo, una obstinación, una profesión de fe que hace que cualquier instante del pasado tenga su referencia cinematográfica. 

Ahí sigue, por ejemplo, en el indiscutible primer puesto de los mejores veranos de la historia, aquel julio de Los Goonies. Y también ese beso robado en un cineclub universitario, mientras Marilyn canta I wanna be loved by you a la primavera de mi adolescencia. Los momentos de soledad tienen el título de alguna película de Woody Allen, y las noches de padre divorciado huelen a Pixar y a palomitas. Para mí, conocer no es recordar, sino recordar estar viendo una película. Mi memoria tiene un guion donde a veces se cuelan un «nadie es perfecto», un «sayonara, baby», un Mortimer Brewster, un Someone in the crowd.

¿Por qué entonces se ven cada vez menos películas en la época en que precisamente es más fácil acceder a ellas? ¿Por qué, cuando debería haber más personas como yo, las salas se vacían y las suscripciones a plataformas dejan de pagarse? ¿Acaso esa facilidad en el acceso está convirtiendo el cine en un género periclitado? Me temo que son las nuevas generaciones las únicas que pueden responder a esas preguntas, pues han crecido en un mundo donde se sustituye el ver por el visionar, la distancia de la ficción por la inmersión adictiva en ella. Es decir, un mundo que yo ya no comprendo.

En la historia hay un tiempo para la transformación y otro para la desaparición. Los nacidos en el siglo XX, gracias al CGI y a los nuevos planteamientos narrativos de directores como Fincher, Tarantino o los Wachowski, asistimos en los noventa a la transformación del cine. Los nacidos en el siglo XXI, en cambio, tienen la triste tarea de acabar con él y de poner en su lugar la experiencia, mucho más sugestiva, del videojuego, cuya industria, por cierto, genera actualmente más ingresos que el cine y la música juntos.

Lo siento, pero no quiero ni imaginar cómo serán los recuerdos que a mi edad tengan esos chavales.

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