Madrid

Dos almas ha ofrecido la historia a las capitales europeas. Dos almas y dos rostros que son espejos de sí mismas. A uno se asoman aquellas a las que no les importa exhibirse; a otro las conscientes de su desaliño. Las primeras son urbes de guías y autofoto, donde la monumentalidad desborda por los cuatro costados cardinales. La emoción en ellas no da tregua; de tanto sentirla, el visitante acaba por no sentir nada en absoluto. Frigidez de lo sublime. Roma, Praga, Londres o Lisboa, quitando envergaduras y habitantes, tienen un centro intacto, esencialista, donde las avenidas discurren como lo hacían cuando nacieron y los edificios son escoltas  leales y enamorados. Ciudades bellísimas porque las han proyectado élites preocupadas por el futuro qué dirán. Y también porque la belleza extremada es siempre taxidérmica.

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Me voy a ir yendo

En esta vida puedes irte o puedes estar a punto de irte, pero lo que ocurre cuando te vas a ir yendo es otra cosa muy distinta. Irse a ir yendo es convertir el estar a punto de irse en algo durativo, hacer proceso del instante, constancia de la fugacidad. Solo el español es capaz de expresar esta aparente paradoja. Por un hallazgo así, merecería estar en el parnaso de las lenguas. Ser el rey de todas ellas. Cuánta belleza y sutilidad caben en un verbo con doble aspecto. El doble aspecto trasciende la gramática. Por un lado, lo que va a empezar; por otro, lo que se queda indefinidamente en la intención de quien lo enuncia. Irse a ir yendo es a la lingüística lo que el gato de Schrödinger a la física.

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El camino de las tres negaciones

Cernuda dejó escritos once libros de poemas, Salinas ocho y Machado, entre ediciones y reediciones, cuatro. Yo, en apenas doce años, llevo publicados seis. No pretendo presumir; únicamente me limito a constatar un hecho: a este ritmo de publicación, llegaré a los ochenta años con un lustroso currículum de más de veinte libros. Lo que me lleva a suponer, no solo que antes se escribía muy despacio (y quizá, por ese motivo, mejor), sino que ahora se publica muchísimo más rápido. Y, sobre todo, que cualquiera (yo, por ejemplo) puede hacerlo sin problemas.

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Literal

No se habla lo suficiente de la muerte de la escritura. No se habla lo suficiente del genocidio de las letras. De cómo la imagen o el pictograma, que son precisamente el origen del grafo, están acabando poco a poco con todo lo gráfico. No se habla lo suficiente de la involución cultural que supone el uso masivo de los emojis, de los stickers o de los gifs. De esta vuelta a la pared de la roca. Al mamut y al bisonte. A la fría oscuridad de la caverna.

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El escalón

Hay un escalón en el mundo del arte que muy pocos consiguen superar. Antes separaba al artista del artesano, o, si se prefiere, al genio del mediocre. Ahora, en cambio, aleja al artista del artista ventajista. El escalón es casi insalvable desde que las vanguardias cuadraron el círculo imponiendo la norma de la ruptura de las normas y la objetividad de la subjetividad como condición de todo. Hoy la subjetividad en el arte ha terminado haciendo del oportunismo una clave ineludible para que el artista sea reconocido públicamente. 

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El Gran No

Yo quiero ser del equipo del Gran No. Donde se ponga una buena negación que se quite cualquier voluntad afirmativa. En el fondo, no hay nada parecido a un Gran Sí. Afirmamos, por supuesto, pero ninguna de nuestras afirmaciones constituye una decisión soberana, una constatación de que estamos vivos. La afirmación es apática e inercial. El auténtico conocimiento aparece cuando negamos. El niño tiene muy claro que no le gusta esa comida y el adolescente que no quiere estudiar. Sabemos lo que no somos mejor que lo que somos, y a dónde no llegaremos en la vida antes que el lugar que ocuparemos. Toda experiencia depende menos de lo que hacemos que de lo que no hemos hecho. Negar, por tanto, es un acto performativo; afirmar no pasa de la mera expresión de lo evidente.

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Elogio de la distancia

A medida que pasan los años, una misteriosa fuerza centrífuga me va alejando de las cosas. Tanto que ahora no concibo ver el mundo si no es a unos cuantos metros de distancia. Estar lejos es mejor que estar cerca. De hecho, tienes un problema si, a cierta edad, no llegas a esa conclusión. Lejos y cerca son, además de dos posiciones en el espacio, dos maneras de vivir en tu propio tiempo. El propincuo es un niño eterno, alguien apegado al equívoco del detalle, que es lo que suele ofrecer la cercanía. Con la distancia, en cambio, salimos de la infancia y hacemos que la mirada acceda a la versión completa del paisaje.

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Las mejores novelas del siglo XX

Peter Greenaway dijo una vez que el cine no se había inventado todavía porque nadie había podido desvincularlo de la literatura. Lo dijo en 1991, cuando presentaba Prospero’s book, una versión (ironías de la vida) de La tempestad de Shakespeare. Muchos consideraron que aquellas declaraciones eran una muestra de la extravagancia que lo caracterizaba, pero el director inglés solo había incurrido en una sola rareza: ver en esa vinculación una servidumbre de lo cinematográfico, cuando, en realidad, el cine y la literatura siempre han sido la misma cosa. De hecho, el alma del cine es literaria, y más concretamente narrativa. Rodar una película o escribir una novela son dos maneras distintas de contar una historia. Por eso, en el siglo de lo audiovisual, la evolución natural de la novela no ha podido ser otra que el cine.

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El cromosoma Y

Algo le pasa al cromosoma Y. No levanta cabeza. Cada vez hay menos machos que destaquen en los estudios. Son ellas, las hembras, las que sacan mejores notas. Yo ya me he acostumbrado a dar clases en segundos de Bachillerato con tan solo dos o tres esforzados representantes del cromosoma. Algo le pasa. Algo nos pasa. Hace tiempo se me ocurrió plantear el problema en un claustro de profesores y hubo unanimidad (y risas) en las explicaciones: las chicas son más listas que los chicos. Supongo que, de haber sido al contrario, el tema habría merecido un análisis distinto.

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Contra el Romanticismo

Los españoles nunca hemos sido románticos. Los herederos de Trento, escépticos y materialistas, estamos incapacitados para comprender ese culto a lo inexplicable. Ese afán por alcanzar la genialidad sin pasar por el sacrificio. Ese fetichismo autodestructivo. Y, sin embargo, llevamos más de dos siglos fingiendo que todo lo dicho tiene algo que ver con nosotros. Y andamos perdidos por la historia, confundiendo todavía lo que creemos ser con lo que en realidad somos. Ahí reside precisamente la causa de que los mejores escritores de nuestro Romanticismo no sean románticos en realidad. Rosalía y Bécquer están por encima de cualquier ideología literaria. Y el final del Tenorio es lo más antirromántico del mundo.

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