Como todos los países, España alberga muchos pecados originales, pero, a diferencia de sus vecinos europeos, el del nacionalismo no está entre ellos. De hecho, casi siempre han pinchado en hueso los intentos de inocularle un veneno de esa índole; veneno que, cuando ha hecho efecto, nunca ha pasado del folklorismo decimonónico o de la retórica nacionalcatólica, tan infértiles ambos como la mayoría de los pedregales donde encalla la historia. 

Desde la invasión musulmana del año 711, España es el propósito de una «restitución». El término ya aparece en la propaganda neogótica del Reino de León y volvemos a leerlo en los escritos de Hernando del Pulgar. Restitución de un territorio, por supuesto, pero también de una fe. Hay que recuperar el mundo que fue arrebatado a la cristiandad y después, para evitar una nueva pérdida, hacer de la cristiandad el mundo entero. 

Se trata de una aspiración que atrae a gente de otros reinos y otras lenguas que, al amparo del recuerdo de aquel trauma fundacional, terminará adquiriendo una identidad común. La paradoja es hermosa. La identidad nacional española brota de una privación, del vacío que se llena a lo largo de ocho siglos con un proyecto que, concluida la conquista de Granada en 1492, desbordará finalmente las fronteras peninsulares para llegar «más allá».

Una nación que se constituye a partir de una ausencia semejante, y que además basa su razón de ser en una incansable expansión universal (καθολική) con el único objetivo de restituirla, jamás podrá albergar sentimientos nacionalistas. Una nación así siempre sentirá un rechazo instintivo a los fetichismos románticos del pueblo y de la raza, porque su espejo nunca habrá de ser la aldea sino la totalidad del orbe. ¿Qué insignificante volkgeist cabría en un lugar tan grande?

Por eso, a los nacionalismos que llevan más de un siglo amenazando la unidad del país no se les puede combatir con un nacionalismo replicante que sería ajeno a la tradición hispánica. El discurso patriótico no debe rebajarse a esas leyendas ni a esas mistificaciones (pero tampoco conformarse con esgrimir solamente el arma del marco constitucional actual, que no es más que una circunstancia fortuita). No, los argumentos han de ser otros bien distintos, es decir, los únicos que pueden oponerse cuando se trata de enfrentarse a la superstición y a la barbarie: 

Contra su terruño, el hemisferio. Contra sus mitos, la historia. Contra su cultura, la civilización.

Imagen: Universale descrittione di tutta la terra. Paolo Forlani. c.1565.

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