Contra la democracia

Como con la edad me he vuelto aristotélico, debo confesar que estoy radicalmente en contra de la democracia. No de «esta» democracia, cuidado, sino de todas las democracias en general. Yo, como Aristóteles, considero que la democracia es una forma política desviada que tiende a la tiranía. Esto no solo lo dice el de Estagira; lo advertirá Tocqueville en La democracia en América veintidós siglos después. La democracia es totalitaria porque no se autocontrola. Cuando permites que las mayorías gobiernen sin freno alguno, estás instituyendo la dictadura de la masa. La masa es un cuerpo gigantesco repleto de músculos y de nervios, pero carente de un cerebro que la haga responsable de sus actos. La masa es poderosa y estúpida. Someterse a sus arbitrariedades es el peor castigo para el individuo. Antes morir a manos de un solo tirano que pisoteado por miles de ellos.

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El pueblo es como un niño

El pueblo es como un niño. Como a un niño se le habla y como a un niño se le trata. Como un niño al que le gusta que le cuenten las mismas historias porque son las únicas que puede comprender. Historias sencillas de mundos divididos en dos donde solo existen las cruzadas ideológicas. Mundos planos en los que él es el protagonista de su propio mito, el héroe de la libertad que disfruta y de la democracia que ha ganado merecidamente. 

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Ser de izquierdas

Muchos de mis amigos de izquierdas no me creen cuando les digo que yo también soy de izquierdas. Piensan que mi defensa de la unidad de España invalida cualquier coincidencia ideológica que podamos tener. De hecho, estoy seguro de que no habría tantas diferencias entre ellos y, por ejemplo, un partidario de la sanidad privada que, sin embargo, apoyara el derecho de autodeterminación de los pueblos. Para mis amigos, resulta sospechoso que yo no tenga alergia a la bandera, no ponga cara de escepticismo cuando se habla de algún hecho de nuestra historia digno de ser recordado y, sobre todo, no justifique que los territorios (como ocurría en la Edad Media y como exigen ahora los partidos nacionalistas) tengan privilegios.

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España

España es el nombre del país donde nací. No recuerdo si mis padres me lo dijeron de pequeño o si lo descubrí por mi cuenta. Supongo que llegué a España con naturalidad, como hacen todos los españoles, en una página de mis libros de texto o en una línea leída con esfuerzo que no entendí al principio. Luego imagino que fui consciente de que España iba unida al idioma que hablaba, a la silueta de una península en un mapamundi, al paisaje que veía desde aquel Dos Caballos de los primeros viajes con mi familia.

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Pausa hispánica

La relación de lo sucedido en los festejos no escatima detalles. Se celebra el nombramiento de don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, como nuevo virrey del Perú, y las autoridades deciden organizar unas justas en su honor. Desfilan siete carros muy bien engalanados, llevando todos ellos un cortejo donde no faltan la música de atabales y chirimías ni los colores encendidos de los ropajes tradicionales de la zona. Vemos en la parada al fornido Bradaleón, al dios Baco, a la Ira, a la Pobreza, al Demonio, a la Blasfemia, al Caballero Antártico vestido de Inca, al Dudado Furibundo, al Caballero Venturoso y al Caballero de la Selva. Hasta aquí, nada extraño. Pero entonces alguien aparece: 

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Institutos españoles

Dudo de que haya en España algo tan feo como un instituto de secundaria y bachillerato. Un instituto público, por supuesto, con esa mezcla de racionalismo franquista, neobolchevismo ochentero, ambulatorio de pueblo y tristeza inconsolable. Todo, en su interior, está llamado a despertar el instinto de huida: desde esos azulejos que, en la mayoría de casos, parecen importados del mismo Chernobyl, hasta el mobiliario, que a buen seguro alguien robó alguna vez del comedor de una cárcel. En definitiva, los institutos públicos españoles son una bomba estética de desmotivación masiva.

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El círculo

Lo llamo círculo porque es cerrado, aunque también porque tiene un centro. Su hermetismo significa exclusividad; su núcleo, influencia. Habitan el círculo quienes hacen méritos para entrar en él. Pero el círculo no es meritocrático, sino que se guía por las conexiones de agenda. Para el círculo, el mérito es del que conoce a la gente adecuada. Las relaciones que promueve no son ninguna novedad: yo te hago un favor y tú me lo devuelves algún día. Memoria de quien te ha beneficiado y talento para promocionarte son dos de los requisitos para entrar en el círculo. Sin olvidar, claro está, cierta conciencia de clase, es decir, el convencimiento de que pertenecerás a un grupo exclusivo que tutela a la masa.

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Sin esperanza, sin miedo

España nunca tuvo un Renacimiento o un Barroco, ni siquiera una Baja Edad Media. Todas esas épocas se concretan en un continuo, en una coherencia cultural que empieza en el siglo XIV y llega hasta principios del XVIII, coincidiendo con el cambio de dinastía. Semejante coherencia nos hizo escribir, pintar, investigar y vivir de manera distinta al resto de Europa. Y no por motivos de raza, de lengua o de religión, sino porque fue durante esos cuatro siglos cuando existió un pensamiento genuinamente hispánico.

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Poesía española

No hay poesía que consiga revelar una lealtad tan profunda hacia lo popular como la española. Ni tan prolongada en el tiempo. Lo constata una forma métrica como el romance, que proviene de la oralidad y hunde sus raíces en los antiguos cantares de gesta medievales, pero que sigue utilizándose sin apenas variaciones hasta el siglo XXI. O esa costumbre tan característica del poeta  renacentista que lo lleva a encontrar inspiración en el cancionero tradicional al mismo tiempo que adapta las novedades métricas y temáticas que llegan de Italia;  procedimiento este que volveremos a ver a principios del siglo XX, cuando los autores del 27 mezclen romance y surrealismo, flamenco y vanguardia.

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Los peores intelectuales

Nunca hemos sido los españoles grandes propagandistas de nosotros mismos porque nunca hemos dado una solución autóctona a lo que somos. Ni siquiera cuando luchamos contra Napoleón pudimos encontrar un relato propio. De hecho, fueron ellos, los franceses (aventajados epígonos de ingleses y holandeses) quienes nos dieron a conocer al mundo. Ya Masson de Morvilliers nos describía en la Encyclopedie como un pueblo incapaz para «las artes, las ciencias y el comercio». El ascendiente francés provocó que el alma hispánica, huérfana de espejos donde mirarse, asumiera como suyo el sambenito y lo difundiera a los cuatro vientos.

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