Lo único que me gusta de la última trilogía de Star Wars son los minutos iniciales de la primera película, cuando se suceden los planos del desértico Tatooine, de cuyas dunas emergen los restos de un destructor imperial. Me recuerdan a los grabados de Piranesi, donde los vestigios de la Antigüedad aparecen invadidos por el tiempo y la maleza. Si preguntáramos por el origen de esas ruinas a los extraños seres que sobreviven desguazando naves estelares de épocas heroicas o a cualquiera de los pastores piranesianos que llevan su rebaño a la sombra de algún acueducto romano semiderruido, no sabrían qué responder, enmudecidos por la intuición de una presencia desmesurada e inevitable que los supera.

Lo inevitable es el olvido. Nos hemos negado a asumirlo durante unos cuantos milenios, concretamente desde que empezamos a trazar estos garabatos que llamamos escritura. Inventamos la escritura para fingir que podemos recordar eternamente. Gracias a las letras del alfabeto, el comerciante fenicio que anota sus pertenencias en un pergamino y el muchacho que escribe un mensaje en alguna red social buscan exactamente lo mismo: burlar al olvido. Ha sido tal el éxito de la escritura en la historia que suponemos que ya no hay vuelta atrás, obviando el hecho de que, en realidad, sólo retrasa unos siglos la proverbial amnesia colectiva.

La civilización egipcia perduró durante más de tres milenios y, como nosotros ahora, también creyó que su lengua, fijada en los jeroglíficos de sus monumentos,  jamás se borraría de la memoria de los hombres. Pero tuvo un final. En el año 394 de nuestra era, Esmet-Akhom, un sacerdote de Isis perseguido por las huestes de Teodosio, se refugió en una isla del Nilo. Hacía poco que el cristianismo se había convertido en la religión del imperio y los demás cultos estaban prohibidos. Esmet-Akhom, consciente de ser el último conocedor de la escritura jeroglífica, dejó en la pared de un templo estas palabras: «Ante Mandilus, hijo de Horus, por la mano de Esmet-Akhom, hijo de Esmet, segundo sacerdote de Isis, para todos los tiempos y para la eternidad».

Después de aquello, los jeroglíficos fueron indescifrables durante catorce siglos. No pensemos que lo normal es lo que finalmente ocurrió con ellos. En muy contadas ocasiones el olvido encuentra su piedra de Roseta. Lo normal es que las naves imperiales, ciclópeas materializaciones del silencio de los tiempos, sigan varadas para siempre en las arenas de Tatooine.

2 comentarios en “Las arenas de Tatooine

  1. El infinito en un junco, que lucha por perpetuarse a pesar del olvido, pero que sabe que sucumbirá también a ello: diga lo que diga Funes el memorioso.

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