Nunca nadie es el objeto de tantos pensamientos a la vez como cuando muere. Nunca se indaga, se escarba tan profunda y obsesivamente en las escenas compartidas de una vida como cuando esa vida ya se ha acabado. Nunca tantas conexiones cerebrales dedican conjuntamente tanta energía por una persona como cuando esta pasa a ser un recuerdo. Incluso el que no conoció al difunto íntimamente hace el esfuerzo (gesto universal donde los haya) de recuperarlo del olvido en cuanto conoce la noticia. La memoria es la antesala de una pequeña concordia humana formada de repente por las sinapsis de múltiples cabezas enfocadas en una misma evocación. Es como si, en el fondo, sólo pudiéramos existir para los demás una vez muertos. Como si nuestra ausencia del mundo fuese la única garantía que tenemos de seguir estando presentes.
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