Si uno es lo que recuerda, si al final resulta que no cabe otra identidad que no sea la propia memoria, puedo decir, un poco a la manera de Flaubert, que Jose soy yo, que forma parte de mí y que, cuando murió, se llevó un trozo de lo que ha sido la historia de mi vida. Pienso en el hipotético caso de que nuestros destinos nunca se hubieran cruzado y me doy cuenta de que yo sería alguien distinto, un hombre muchísimo peor, menos afortunado, bastante menos sabio tal vez. En una vida sin Jose, no habría descubierto los senderos que llevan a la belleza del mundo. En ese universo donde no llego a conocerlo, mis oídos estarían sordos y mi corazón tan frío como la muerte que me lo ha quitado. Porque yo no habría escrito aquellos primeros versos que, en el verano del 93, prepararon el terreno para la poesía que aún (cada vez con más dificultad) albergo dentro de mí. Ese ritmo oculto de las cosas sin nombre que él, sin saberlo, me descubrió tan generosamente.

No sé de quién me enamoré primero, si de Jose o de su hermana Laura. Puede que de los dos a la vez, porque ambos me cautivaron desde el primer momento con su mirada azul infinito. Cuando recuerdo aquel tiempo no soy capaz de verlos al uno sin el otro. Parecían gemelos pese a la diferencia de edad. Jamás he sabido de una simbiosis tan perfecta entre dos personas, nunca he visto que dos almas se necesitasen tanto la una a la otra. En la historia están Isis y Osiris, Apolo y Artemisa, Susan Storm y la Antorcha Humana y los hermanos López García. En mi cabeza se conservan unidos los primeros besos de Laura y las primeras borracheras con Jose, aquellos paseos nocturnos con ella por las calles ajazminadas de Calabardina y los baños diurnos en la playa con él. Una era la noche; el otro, el día. Y así han seguido siéndolo en mi memoria. Complementarios como el yin y el yang. Por eso no puedo ni imaginar cuánto de sí misma habrá perdido Laura tras la muerte de su hermano.

O quizá no estuviera enamorado de ninguno de los dos, sino del aura que proyectaban, de la realidad que transformaban con sólo aparecer en ella. Adoraba las horas muertas de la siesta en su casa, viendo los dibujos de Jose, leyendo sus cómics de Marvel, escuchando la música que, desde entonces, no ha dejado de sonar en mi vida. Aquel fue el verano del Achtung baby de U2, aunque había salido dos años antes, y de las cintas de los primeros Cure. Yo llegaba con la herida recién abierta de la literatura, pero sin tener ni idea de cómo sentirla. Aquellas tardes de largas conversaciones sobre el bueno de Robert Smith o sobre lo mucho que había cambiado la producción de Brian Eno a los de Bono fueron el inicio de mi aprendizaje. 

Para mí la poesía nunca ha sido la expresión de una emoción, o al menos no sólo; mi poesía ha habitado siempre en las palabras de los otros, en el espacio mental que estas llenan en cada conversación o en cada pensamiento a solas, cuando, como diría don Antonio Machado, se espera hablar con Dios un día. La musa, la mía, vive en la lengua y no en el paisaje o en la abstracción pura. Mi inspiración se nutre de la inspiración de los demás, y mis versos de lo ya dicho o escrito. Por mucho que haya vivido, si luego no oigo o no leo algo que lo explique, no soy capaz de ponerle nombre. Esta limitación es la que aleja al escribano del escritor, y al escritor del genio. Sin embargo, como ocurre con todas las taras, lo mejor es asumirlas desde el principio y, en la medida de lo posible, hacer de ellas una virtud. A esta conclusión puedes llegar pronto o no llegar nunca, y para llegar pronto necesitas que alguien te eche una mano. Jose fue esa persona. Jose fue mi maestro.

Nunca se lo dije, y, de haber vivido más tiempo, creo que habría seguido sin decírselo, pero él me enseñó a escribir poesía. Las largas conversaciones sobre escritores y libros fueron las primeras lecciones de mi aprendizaje. Aquel verano habíamos leído El túnel, de Sábato, y él ya había empezado Sobre héroes y tumbas. Recuerdo su obsesión por el «Informe sobre ciegos», su auténtica devoción por aquella Buenos Aires subterránea y paranoica. Cómo transmitía su entusiasmo. Qué bien se las apañaba para dejarte embobado hablando de obras que tú aún no habías leído. Sucedía siempre. Su manera de contar las cosas, la ametralladora de ocurrencias geniales que todavía continuaba resonando horas después en mi cabeza. Tanto es así que ese año, tras varios intentos de leer Sobre héroes y tumbas, llegué a la conclusión de que el Sábato versión Jose me gustaba mucho más que el original. Y, a partir de entonces, lo mismo me ocurrió con Panero, con Bukowski, con el Jesús Ferrero de Bélver Yin, a quien él adoraba. En esos borbotones de palabras y de ideas que salían de las entretelas de Jose se encendió de repente una luz que no había visto jamás. Sin esa luz, y sin la guía que él me prestó, yo no habría escrito absolutamente nada después.

Mi poesía llegó a través de la suya, y no sé si será tan verdadera, tan real como ahora la siento, pero hay una escena concreta que simboliza esa aparición. Es un sábado por la noche del mismo verano. Estoy en Águilas y he empezado fuerte con los tequilas. Llego a uno de los locales cercanos al puerto con todo el planeta Tierra dando vueltas a mi alrededor. Nos sentamos Jose y yo en el suelo y nos ponemos a escribir en unas cuartillas que no sé de dónde han salido. Es algo que empieza como uno de esos cadáveres exquisitos de los surrealistas y que luego se convierte en un diálogo poético. Yo ahora recuerdo que me pongo a escribir lo que mi borrachera me permite, poca cosa, palabras inconexas y acaso forzadas por esa situación tan insólita para mí. Él, sin embargo, a pesar de que también ha bebido mucho, es capaz de componer versos que a mí me parecen profundos y hermosos, tanto que incluso creo sentir algo de envidia. Uno de ellos, que se me ha quedado grabado, dice: «no hay estrellas, amigo, si no se tienen ojos para verlas». Entonces creo entender lo que pasa. Lo que pasa es que yo también quiero escribir así. Quiero tener toda esa música dentro. Quiero que me salgan las palabras como a Jose le salen. Como un venero extraño y fascinante. Lleno de misterio. Lleno de sentido. Y, por si fuera poco, a ese legendario nacimiento en la poesía lo acompaña el instante no menos legendario en que su hermana Laura y yo empezamos a salir. Conservo la secuencia de esa noche como si hubiera ocurrido ayer. Finalmente, los tequilas me hacen perder el conocimiento y ella llama a emergencias. Luego se queda conmigo cuando me pinchan la B12. Y me acompaña haciendo autoestop a Calabardina para que no me pase nada. Y llegamos sanos y salvos sin que nadie nos haya recogido. Y por eso, durante la caminata, nos da tiempo a besarnos varias veces.

Siempre he pensado que nuestra vida se parece a un árbol. Sus intrincadas ramificaciones serían las personas que entran y salen de ella. En ocasiones, las ramas tardarían en bifurcarse, robustecidas como troncos independientes gracias a las relaciones duraderas; otras veces, la separación sería inminente, y el paso de la gente por nuestra historia se convertiría en algo efímero. Mi vida se separó pronto de la de Laura, aunque continuó unida a la de su hermano muchos años más. Es la época de la universidad, pero también la de los bares, las drogas y la de ganarte la vida como puedas. En aquel tiempo nacen y mueren revistas literarias, se organizan recitales, exposiciones, cinefórums. Jose y yo nos vemos casi todos los días. Yo he decidido sustituir la poesía por la narrativa porque quiero ser novelista y salir en la portada de Ajoblanco. Él, por su parte, ya empieza a firmar como Óscar Tropovski y no le hace ascos a nada.

El reto máximo para todos era escribir una novela, y Jose siempre iba por delante. No sé cuántos principios de obras maestras leí de su puño y letra. Su cabeza incansable y laberíntica no cesaba de producirlos. Cada cual más prometedor pero también más rematadamente loco e imposible de realizar. Creo que aquel Tropovski, más que un seudónimo o un heterónimo, fue una vía de escape para ese terremoto que sacudía a veces su interior. Qué bueno era en todo cuando lo hacía aparecer en sus escritos. Y cómo lo admiraba yo secretamente cada vez que lo leía. Ahora sé que, desde aquella noche de verano en la que él me había brindado la posibilidad de sentir por primera vez la poesía, yo vivía a su sombra, siempre atento a sus hallazgos como un niño que estuviera descifrando el mundo.

No sé cuándo comenzó a bifurcarse la rama que nos mantuvo unidos; lo que sí sé es que hubo señales previas que no quise tener en cuenta. De pronto ya no nos veíamos tan a menudo. De pronto teníamos que quedar expresamente un día, a una hora y en un lugar determinado, cuando antes sabíamos muy bien dónde encontrarnos sin necesidad de llamarnos previamente. Jose empezó a tener pareja estable y yo también. Luego vinieron los años de oposiciones, los cambios de domicilio, mi temprana paternidad, los amigos diferentes, la salud, las crisis y todo eso que otorga profundidad al oscuro follaje del árbol

Sin embargo, creo que yo sí sentí algo parecido a un principio del fin de nuestra relación. Algo que entonces no fui capaz de reconocer pero que hoy la perspectiva temporal (y quién sabe si también las invenciones de la memoria) hace que lo asuma con esa naturalidad resignada que es, supongo, prerrogativa de quienes estamos a punto de cumplir el medio siglo. Para explicarlo, antes hay que hacerse una idea de cómo era el ambiente de aquella época. Todos vivíamos dentro de la literatura como si fuéramos marsupiales. La realidad se nos explicaba a través de los libros. En lo más profundo de nosotros habitaba no sólo el deseo de escribir uno, sino la absurda voluntad de imitar la vida de los escritores que más nos gustaban. Y me parece que aquí está la clave del asunto. Sin saberlo, fuimos creando una especie de fetichismo que yo no tardé en rechazar por considerarlo, en aquel tiempo, impostado y superficial como un prêt-à-porter con ínfulas. Era un rechazo inconsciente al que ahora sí puedo dar una explicación: hubo un momento en que sentí que mi percepción de las cosas era cada vez más limitada, que estas se hallaban recubiertas de una pátina de virtualidad que las hacía refractarias a las verdades del mundo. Tenía la sensación de que mis ojos veían a través de ese telescopio puesto al revés que es la literatura, y de que habían olvidado cómo hacerlo por sí mismos. 

Ahora sé que me equivoqué completamente, si no por alejarme de aquella caja de resonancia en la que todavía vive la mayoría de los círculos literarios, sí por haberlos juzgado con tanta prepotencia. A Jose también terminé juzgándolo y eso aceleró nuestra separación. A veces, cuando hago todo lo posible por no sentirme culpable, trato de convencerme de que aquello no fue más que la culminación de la clásica relación de un maestro con su alumno. Este acaba su aprendizaje volando del nido y aquel lo olvida en cuanto acoge en su seno a otro pupilo. Puede que haya sido así, que dejar de ver a Jose significase que ya podía caminar solo y encontrar mi propia voz.

Sea como fuere, y aunque parezca increíble, nuestra amistad se ha restablecido en los últimos meses. Desde que ha muerto, Jose suele visitarme mientras estoy durmiendo. Los sueños con él son vívidos y reales como la vigilia más luminosa. En todos es aquel Jose de los noventa: pelo rapado, patillas, nariz prominente y una mirada azul que te atraviesa el cerebro como una bala. En todos habla y dice cosas geniales que, al despertar, no recuerdo.

Salvo un día, hace tres semanas, justo la mañana después de que Juan de Dios García me invitase a participar en un monográfico dedicado a él. No sé por qué, pero esa mañana despierto acordándome perfectamente de lo que me ha dicho. El sueño es confuso. Aparece la playa de Calabardina pero también otros lugares que no reconozco. Hay mucha gente y todos estamos buscando algo. En un momento determinado, Jose y yo nos quedamos solos y aprovecho para preguntarle por qué dejamos de vernos. Entonces él responde:

–Porque estabas insoportable, David, porque llegó un momento en que solamente había un tema en lo que escribías: tú mismo. De hecho, toda tu obra posterior ha sido un continuo mirarte el ombligo. Sal un poco de tu propia cabeza, hombre, y habla de otras personas.

Y eso es precisamente lo que me he propuesto hacer aquí, aunque supongo que al final sin mucho éxito.

Seguro que Jose vuelve a reprochármelo una de estas noches.

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