Yo antes era del equipo de Albert Camus. Cuando leí El mito de Sísifo, estuve muchos años creyendo que se podía convivir con el absurdo de una existencia abocada a la muerte y al vacío si se le ponía buena cara. Si, mientras empujaba la roca cuesta arriba, aceptaba que lo único real era que, cuando llegase a la cima, la vería rodar nuevamente ladera abajo. Pero nunca he podido ser un camusiano de pro. De hecho, cuanto más leo su obra, más imposible me resulta aceptar que la falta de sentido sea lo que precisamente da sentido a nuestra vida

Menudo final de camino: tres siglos de desencantamiento del mundo, de eficiente desmantelamiento de la trascendencia para que la conclusión sea que somos pura existencia sin un propósito concreto. Siempre me ha parecido demasiado pequeño el ratón que ha parido esa montaña, tanto que a menudo me he visto tentado de reemplazarlo por una fiera de mayor envergadura: la ideología política ha sido un sustituto habitual en mi vida, también el ateísmo más militante, e incluso cierto esoterismo seudorreligioso que, como un placebo, consiguió durante un tiempo sugestionarme lo suficiente como para creer que saciaba el hambre que sentía.

Para mí, el absurdo es una solución menos satisfactoria que la fe, y Sísifo se me figura un mero epígono de Tertuliano: «credo quia absurdum». Puesto a elegir sinsentidos, prefiero el misterio de la paradoja que procura la fe al juego retórico del absurdo, tan del siglo pasado, tan francés. Dios me parece más estético que la nada, y su retórica mucho más robusta por ser capaz de elaborar una escatología salvadora. Además, mientras que la apoteosis de la fe produce algo tan inocuo como la esperanza, la del absurdo lleva en su seno el nihilismo, auténtica peste de la humanidad.

Ahora ya no sé de qué equipo soy, ni siquiera si quiero fichar por alguno. Inevitablemente veo, tras toda tentativa de armar un discurso coherente, cierta estrategia embaucadora. Pero hay veces en que me invade un miedo irracional y me pregunto qué sería de mí si a mi hija le sucediera algo terrible. O con qué firmeza habré de arrostrar la segura desaparición de mis padres. O, sencillamente, cómo puedo soportar todavía la idea de que lo que siento por la persona amada no está sujeto a un pacto de eternidad que nos asegure seguir juntos tras la muerte.

Deja un comentario