No hay idea más embaucadora que la de la felicidad. Caemos en su trampa cuando asumimos que el único motor de la existencia es el deseo, y que dejarse llevar por este asegura, si no el éxito, sí salir de la mediocridad en la que el hombre corriente se marchita día a día. Pero el hombre corriente (es decir, todos nosotros) es un ser imperfecto que está sometido a esa gigantesca imperfección que es la vida. La vida no es algo que se acabe mientras vivimos, sino que siempre está en marcha. Y la felicidad nos promete una cosa distinta: una cima, una conclusión a partir de la cual nada cambiará y nada avanzará. Implicarse anímicamente en el horizonte de la felicidad supone aceptar que puede haber un momento en que el proceso vital se detenga, el oxímoron de alcanzar una suerte de inmortalidad en tanto seguimos viviendo.
Son muchas las razones de que la felicidad se haya considerado un valor supremo. Está en la raíz política de la modernidad («the pursuit of happiness» de los fundadores de los EE.UU.), pero también en el alma de la cultura popular de nuestros días. La hegemonía de la felicidad se ha impuesto en detrimento de otra idea que, para mí, es mucho más realista y asumible: la de la alegría; tal vez porque esta es inmanente y momentánea, y aquella, al plantearse como objetivo, ostenta el prestigio de lo trascendente. Estar alegre es algo que no se persigue sino que se encuentra. Las almas proclives a la alegría suelen pertenecer a personalidades que poseen la virtud de descubrir los instantes oportunos y los detalles precisos. La alegría es la aceptación inconsciente de que somos seres inacabados en un mundo absolutamente imperfecto. Un sentimiento, una emoción despojada de toda la carga ideológica que nos dice cómo ser felices.
No sería descabellado inferir de todo ello que el aluvión imparable de historias que nos hablan, implícita o explícitamente, de la búsqueda de la felicidad haya creado justo lo contrario. Que la felicidad sea la causa de que no podamos enfrentarnos a las dificultades de la vida sin caer en la insatisfacción permanente o teniendo la mala conciencia de haber fracasado. En la persecución a toda costa de la felicidad nos ayudan los ansiolíticos y los antidepresivos. Por el contrario, para estar alegre basta tan sólo una copa en compañía de las personas adecuadas.