Para llegar al «todo incluido» donde paso los últimos días de mi viaje por el norte de Cuba, hay que atravesar un puesto de control policial. Presentas los pasaportes y los agentes toman tus datos como si estuvieras a punto de entrar en un país distinto. Y de hecho, eso es precisamente lo que ocurre. Porque, mientras al otro lado de la frontera los cubanos sufren cortes diarios de luz, se las ven y se las desean para encontrar los insumos más básicos y viven obsesionados por hacerse con divisas extranjeras que les permitan adquirirlos, aquí la red eléctrica funciona perfectamente, el bufé libre abunda en infinidad de productos que hace tiempo desaparecieron de las cocinas del pueblo y todo lo estatal se paga en dólares yanquis. Bienvenidos a la «Cuba-Meliá», la isla de playas de agua azul turquesa y mojitos en la arena, el decorado teatral que Fidel Castro hizo levantar en los noventa para salir de la ruina en la que había dejado a la revolución la caída del bloque comunista.
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