Yo antes era del equipo de Albert Camus. Cuando leí El mito de Sísifo, estuve muchos años creyendo que se podía convivir con el absurdo de una existencia abocada a la muerte y al vacío si se le ponía buena cara. Si, mientras empujaba la roca cuesta arriba, aceptaba que lo único real era que, cuando llegase a la cima, la vería rodar nuevamente ladera abajo. Pero nunca he podido ser un camusiano de pro. De hecho, cuanto más leo su obra, más imposible me resulta aceptar que la falta de sentido sea lo que precisamente da sentido a nuestra vida.
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Lo que los vivos dicen de los muertos
Nunca nadie es el objeto de tantos pensamientos a la vez como cuando muere. Nunca se indaga, se escarba tan profunda y obsesivamente en las escenas compartidas de una vida como cuando esa vida ya se ha acabado. Nunca tantas conexiones cerebrales dedican conjuntamente tanta energía por una persona como cuando esta pasa a ser un recuerdo. Incluso el que no conoció al difunto íntimamente hace el esfuerzo (gesto universal donde los haya) de recuperarlo del olvido en cuanto conoce la noticia. La memoria es la antesala de una pequeña concordia humana formada de repente por las sinapsis de múltiples cabezas enfocadas en una misma evocación. Es como si, en el fondo, sólo pudiéramos existir para los demás una vez muertos. Como si nuestra ausencia del mundo fuese la única garantía que tenemos de seguir estando presentes.
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De todas las experiencias que el ser humano vive, solo morir, la más determinante, se le escapa. Cuanto se ha dicho de la muerte jamás se ha asumido en carne propia. El hecho de que tan solo seamos capaces de «vivir» la muerte significa que las palabras que utilizamos para describirla únicamente se refieren al rastro que deja en los vivos. La muerte, como el infierno sartreano, son los otros. Morir es ver morir a los demás. Morir es, en realidad, una teoría.
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