No creo en los ateos. En ese extrañísimo conformarse solamente con la promesa de la nada. En su revindicación constante de un sentido objetivo del mundo que sin embargo ninguno de ellos ha logrado entender jamás. En su amor casi enfermizo por la trampa dialéctica, henchida de arrogancia y paradojas, para defender lo indefendible. El ateo padece en un silencio culpable las viejas incongruencias del creyente. Las menosprecia por irracionales, sí, pero al mismo tiempo hace de la ausencia de Dios una presencia constante, una omnipresencia de la ausencia que exige que todo se mire a través del cristal de su ateísmo.

Así que, con un ateo, hay que estar siempre prevenido y no creerse su descreencia. Porque su descreencia está llamada a ocupar el hueco dejado por lo que, según él, nunca ha existido. Su descreencia es una nueva creencia. De hecho, el ateísmo siempre ha sido una fábrica de dioses insólitos. La razón que los revolucionarios franceses consagran en el altar mayor de Notre Dame. La ciencia del hombre nuevo que puebla el siglo XX de campos de exterminio. El dinero que hoy todo lo puede, el hedonismo a ultranza que salva momentáneamente del dolor, la estrella del pop que abarrota los estadios. 

Ninguno de esos ídolos de reposición es lo suficientemente grande. Ninguno está a la altura del sitial que ha usurpado. Sobre ellos caerá siempre la sospecha de ser meros fetiches, de haber sido creados como trampantojos del nihilismo. Bien sea porque enmudecen ante las grandes preguntas, bien porque se llenan de palabras que nadie es capaz de comprender, los nuevos dioses apenas tienen respuestas. No apaciguan en la vida. No consuelan en la muerte. No muestran luz alguna que guíe en la noche oscura del alma.

Por eso, en ocasiones, el ateo está a punto de asumir la posibilidad de Dios. De sentir otra vez la punzada de aquella promesa antigua. Pero la tentación le dura poco. Enseguida se sobrepone porque recuerda de repente que, para él, la nostalgia de lo sagrado supondría una debilidad imperdonable. Y entonces, para no ceder, decide convertir su falta de fe en una militancia, y lleva a todos sus semejantes la buena nueva que sólo él conoce. 

Aceptad la renuncia a la esperanza, les dice, la falta de sentido. Yo os traigo la soledad, la angustia, la ignorancia, la nada, para que erijáis sobre ellas vuestra existencia sin rumbo.

4 comentarios en “Ateos

  1. Totalmente de acuerdo. Chesterton lo plasmó con precisión en su célebre aforismo: “El problema de que el hombre deje de creer en Dios no es que ya no crea en nada, sino que está dispuesto a creer en cualquier cosa”.

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  2. Concuerdo absolutamente. No creo que exista ningún ateo realmente convencido, hasta Nietzsche afirmó que si Dios no existiera la vida para el hombre se volvería absurda y la duda siempre estará ahí aunque se ignore.

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