Nunca nadie es el objeto de tantos pensamientos a la vez como cuando muere. Nunca se indaga, se escarba tan profunda y obsesivamente en las escenas compartidas de una vida como cuando esa vida ya se ha acabado. Nunca tantas conexiones cerebrales dedican conjuntamente tanta energía por una persona como cuando esta pasa a ser un recuerdo. Incluso el que no conoció al difunto íntimamente hace el esfuerzo (gesto universal donde los haya) de recuperarlo del olvido en cuanto conoce la noticia. La memoria es la antesala de una pequeña concordia humana formada de repente por las sinapsis de múltiples cabezas enfocadas en una misma evocación. Es como si, en el fondo, sólo pudiéramos existir para los demás una vez muertos. Como si nuestra ausencia del mundo fuese la única garantía que tenemos de seguir estando presentes.
La muerte de un amigo común nos congrega en la secreta hermandad de la memoria compartida, pero muchas reflexiones que nos asaltan en ese instante suelen ser de nuevo cuño, a veces porque han estado reprimidas y ya no nos importa dejarlas escapar; casi siempre porque son un epítome que necesita la perspectiva que los finales nos brindan. Aquí aparece la reveladora trascendencia de una conversación que en su día nos pareció anodina. Allí afloran conclusiones insospechadas de lo que esa persona supuso para nosotros, desvelamientos que nos llevan a conocer realmente a quien creíamos conocido. Y entonces pensamos: ¿ocurrirá algo parecido con nosotros?, ¿concitaremos la misma unanimidad?, ¿seremos señalados en el mapa de las existencias anónimas cuando muramos?
Nos hacemos todas esas preguntas porque morir es siempre una experiencia indirecta. Morir, para los vivos, es ver morir a los demás, asomarse a un espejo donde se refleja el sentido de la propia existencia. Y únicamente pueden ser respondidas por los otros, por los que se quedan recordándonos. Como no somos hombres del Medievo, no podemos consolarnos creyendo que al menos contamos con una vida intermedia, la que queda entre la perecedera y la inmarcesible, aquella que sobrevive como una brasa en la memoria de los vivos.
No. Crecidos en la molicie del escepticismo, esa vida ya no puede existir para nosotros; y aunque existiera, tampoco nos bastaría. Las cresas que nacerán en nuestros tejidos blandos no tienen oídos para escuchar lo que los vivos dicen de los muertos. A ningún gusano le importará jamás lo que alguien piense de su alimento preferido.
(J. O. In memoriam)
Imagen: Vanitas V. David López García.