John Kennedy Toole nunca vio publicada su obra. La conjura de los necios, escrita en 1962, salió a la luz en 1980, cuando el autor llevaba muerto once años. Las personas que, hasta entonces, habían leído la novela eran muy pocas: el propio escritor, los lectores de las editoriales que la rechazaron y la madre, Thelma Toole, cuya contumacia hizo posible que la novela fuese editada finalmente. La anécdota no sólo da cuenta del consabido arquetipo de la obra maestra que es injustamente ignorada. Hay en ella algo más importante que, por demasiado obvio, pocas veces se piensa: que la historia de los libros es, en el fondo, la de la gente que los lee.

Esta aparente perogrullada no es nueva; a una conclusión parecida llegaron en su momento Hans Robert Jauss o Roland Barthes. Pero, al margen de teorías filosóficas, interesa la literalidad del hecho. Durante los dieciocho años en que la obra de Kennedy Toole buscaba lectores, nadie conoció la historia de Ignatius Reilly ni estuvo influido por ella. Nadie imitó el estilo en una nueva novela. Nadie escribió tesis doctorales ni destacó su importancia literaria. Es decir, durante dieciocho años, nadie transformó La conjura de los necios en lo que después se convirtió porque, pese a haber sido escrita, no existió para nadie.

La alucinación colectiva a la que el Romanticismo aún nos somete hace que queramos privilegiar el genio y la individualidad de su escritura sobre cualquier circunstancia. La cuestión es más prosaica: el lector otorga, con su lectura, carta de naturaleza a la obra literaria. ¿Lo tiene en cuenta el escritor cuando se queja de sus escasos lectores? Probablemente no, pues, como hiciera el autor norteamericano, atribuye su mala suerte a la incomprensión de sus contemporáneos. El escritor cree que se bastan él y su obra, que no necesita que los lectores dicten sentencia. Pero, al mismo tiempo, desea que lean su libro y que lo hagan pasar a la posteridad. 

Las obras no tienen vida propia. Que necesiten a los lectores, que sin ellos estén incompletas no debería suponer una afrenta para la mente que las concibe. Al contrario. Es un premio, el de la humildad, que le muestra su justa, insignificante magnitud en el proceso creativo. Quién sabe. Si John Kennedy Toole lo hubiera asumido, quizá hubiese esperado un poco más y no habría conectado una manguera al tubo de escape de su coche.

Imagen de Gonzalo Vaquerín.

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