La contemplación de nosotros mismos es un acontecimiento tardío que sucede en la Venecia renacentista. Hasta ese momento, nos habíamos mirado en la ligera ondulación de las aguas o en los metales pulidos que reflejaban una figura emborronada y ambigua. Los cristales azogados de los maestros venecianos nos devuelven por primera vez en la historia una imagen nítida de quienes somos. De pronto, el yo, que nunca ha superado los límites de lo psicológico, empieza a desbordarse en el cristal y sale al mundo para subjetivar todo cuanto toca. Desde entonces, la idea de que las cosas no existen si no estamos allí para percibirlas irá calando en la modernidad recién inaugurada.
El imperio de los espejos abarca cuatrocientos años y pasa por dos fases «nítidamente» diferenciadas. La primera es la fase de inflación, que tiene lugar en el Romanticismo y que, hasta bien entrado el siglo XX, convierte la creación artística y ciertas reflexiones filosóficas en actos de profundo ensimismamiento. El yo, reflejado en el cristal de un universo individuado, no tardará en apropiarse de lo que pertenece al grupo. Así es como el superhombre instituye su propia moral y el artista de vanguardia funda una academia personalizada.
La segunda fase es la de la esclerotización de la subjetividad, que transforma el ensimismamiento romántico en la actual autorreferencia posmoderna. El yo se repliega sobre sí mismo porque ya lo inunda todo, y termina sustituyendo los últimos reductos de lo colectivo (familia y clase social) por las particularidades del género, de la orientación sexual o de la raza.
Los espejos son ahora pequeñas pantallas verticales donde se refleja un yo que, a falta de más mundo que conquistar, no le ha quedado otra que ficcionarse a sí mismo. Es la apoteosis de la emoción como única fuente de conocimiento. La exaltación de la «identidad sentida» como virtualidad fácilmente alterable. Podemos ser hombres y mujeres el mismo día, cuerpos normalizados y presencias fantasmales que se ocultan tras un nick. Podemos ser un perfil sonriente de Instagram que esconde una vida de mierda.
Pero el imperio de los espejos se ha vuelto finalmente paradójico. Y como nos ha acostumbrado a conformarnos con todas esas imágenes de nosotros mismos que la tecnología ha hecho omnipresentes, no necesitamos más compañía que la de nuestro propio yo, demediado hasta el infinito. Por eso, nunca hemos estado tan acompañados y, a la vez, tan solos.
Imagen: La reproducción prohibida. René Magritte, 1937.
Que cuando los espejos, los espías, azogues, almas cortas…
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