Pienso si no será el espacio lo más importante de nuestra existencia. Si, al final, el escenario donde sucede es la sustancia que la constituye. Si el tiempo que pasamos en un lugar no supone más que un simple cambio de estado de la materia misma. Lo sólido del territorio sublimándose en lo gaseoso de la cronología. Porque, cuando me acuerdo de mi vida pasada, el paisaje lo condiciona todo. Para mí, la memoria es una plaza, una habitación, una ciudad, una playa. Y creo que, sin el espacio, no tiene sentido el tiempo. En especial, cuando ese espacio donde transcurre parte de nuestra vida se abandona para siempre y se convierte en un mito personal. En un illud tempus. En un érase una vez. En una región del aire que se torna sagrada.

En el caso de que tengamos la oportunidad de regresar al lugar del que partimos hace muchos años, el proceso se invierte, pero con un añadido mágico. Porque no sólo el tiempo se materializa de nuevo, sino también la evocación misma y, con ella, las fantasías que la han ido construyendo hasta entonces. Y así, el mito y lo sagrado se proyectan fuera de nosotros y nos regalan una consoladora certitud. El reencuentro con la casa donde crecimos, con el jardín en el que pasábamos las tardes de nuestra niñez, con los olores de las calles que recorríamos camino del colegio, con todos esos lugares tantas veces recreados como geografías legendarias de cuya realidad dudamos en más de una ocasión, aparecen inopinadamente ante nosotros. Y nos decimos: aquí están, existieron, no las soñamos. 

No puedo imaginar cómo es el recuerdo de aquellos que siempre han vivido en el mismo sitio. ¿Cómo se concibe el tiempo cuando el espacio de la existencia nunca ha cambiado? ¿Qué formas adquieren las figuraciones míticas propias cuando el pasado y el presente coinciden a cada momento? Estoy convencido de que, si es posible el regreso al hogar familiar, si las escenas importantes de la vida se han dado en el mismo decorado, si jamás el desarraigo y la distancia han condicionado lo que una persona ha llegado a ser, la sacralización del mundo se vuelve un recurso inútil.

Y por eso, el ensueño y el mito, concebidos espontáneamente para restaurar los reinos perdidos de la memoria, seguirán siendo dos privilegios de los nómadas. A decir verdad, los únicos privilegios que tenemos.

Imagen: Tetuán, de Ana Gil Guirado.

Deja un comentario