Dice Manuel Chaves Nogales en el prólogo de A sangre y fuego que la guerra civil española fue el laboratorio de dos ideologías, fascismo y comunismo, que pugnaron por la supremacía occidental. Tanto una como otra, asegura, eran opuestas en apariencia, pero hermanas en su odio por la democracia burguesa. Los españoles, concluye, fueron obligados a tomar partido sin saber que, al hacerlo, abandonaban la única causa capaz de combatir a ambos monstruos. «Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese», escribe en «Consejo obrero», el último cuento de la primera edición. Una imagen, la de la libertad huérfana de paladines, que entiendo cada vez más.
Testimonios como los de Nogales revelan algo que ha sido una constante desde el siglo pasado: los dos únicos bandos que hay enfrentan a quienes desean cambiar las reglas de la democracia liberal y a los que, sin preocuparse demasiado por la cosa pública, pretenden simplemente continuar con sus vidas. Los primeros inventan utopías, forjan relatos maniqueos que hablan de la necesidad de empezar de cero o de volver a épocas doradas de la historia, crean lazos tribales basados en el miedo y en el odio. Los segundos asumen una cotidianidad exenta de causas por las que luchar, en la que no existe el conflicto de la luz contra las tinieblas, donde es posible compartir saludablemente una comida de Navidad con gente que tiene ideas distintas.
Como un «pequeñoburgués liberal» se presentaba a sí mismo el periodista en aquel libro y como un pequeñoburgués liberal me voy descubriendo yo a medida que pasan los años. No es algo que haya buscado conscientemente, sino que ha venido a mí como reacción al ambiente que, una vez más, vuelve a cuestionar el imperfecto régimen político de libertades individuales que tenemos, y a ponernos a todos los españoles ante la espuria necesidad de hacer tabula rasa.
Pensé mucho en ello a principios de este conmemorativo año que se nos va, cuando visité el cementerio de North Sheen, en las afueras de Londres, donde Chaves Nogales descansa desde 1944. Su tumba no es una tumba, sino un pedazo de tierra sin lápida. Un simbólico corolario a una posición política que solamente aspira a que el mayor número de personas viva en paz expresando lo que piensa sin temer ninguna represalia por ello. Incluido su desacuerdo con el sistema político que le permite hacerlo.
Imagen de Ana Gil Guirado