Si tu hijo te dice que su vida es una mierda, no intentes convencerlo de lo contrario; cuanto más lo hagas, más fácil le resultará seguir compadeciéndose de sí mismo. Limítate a actuar indirectamente, como de soslayo. Es decir: asume con despreocupación que su vida es una mierda si quieres que algún día deje de pensar que lo es. Su lamentación no constituye una idea, sino el colofón que convierte la tristeza de ser joven en un hábito. No te preocupes, deja que hable. Estar triste le permitirá encontrar esos momentos de plenitud que únicamente le regalará la madurez.
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Nacer viejos
En el mundo de los niños eternos, nacer viejo es un estigma que hay que llevar con discreción. Los que hemos nacido viejos sabemos que estamos obligados a nadar contra corriente en un enorme océano de puerilidad y sensiblería. Cuanto más denso y asfixiante es, más revelador se vuelve. Hombres que se comportan como adolescentes compulsivos. Mujeres que creen que pueden detener el paso del tiempo. Cada vez resulta más difícil ver en la calle a representantes de ese lapso intermedio que fue la madurez. Por vestimenta, actitud, gusto o aspiraciones, todos son niños de espíritu o ancianos de cuerpo. En un mundo así, nacer viejo significa no encajar en ningún sitio.
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Los viejos siempre han sido un incordio. Si no fuera por ellos, las largas marchas del clan habrían avanzado con más rapidez a través de los glaciares, y las civilizaciones posteriores, dependientes de su autoridad moral y de una tradición instituida por ellos mismos, no habrían tardado tanto en progresar. Menos mal que a los griegos se les ocurrió decir un día que la auténtica belleza residía en la marmórea dureza de los cuerpos jóvenes, y que después a los cristianos les dio por obsesionarse con el futuro, que es el mayor enemigo de la vejez, porque, a partir de esos instantes, cada época ideó una manera de quitárselos de encima: el Renacimiento, con su culto a la individualidad, los convirtió en locos ridículos que se creían personajes de novela; el Romanticismo, con su amor por la originalidad, los excluyó del arte y de la literatura, y, ya en el siglo XX, las vanguardias, con su fascinación por la novedad, sencillamente los olvidaron por completo.
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