En el mundo de los niños eternos, nacer viejo es un estigma que hay que llevar con discreción. Los que hemos nacido viejos sabemos que estamos obligados a nadar contra corriente en un enorme océano de puerilidad y sensiblería. Cuanto más denso y asfixiante es, más revelador se vuelve. Hombres que se comportan como adolescentes compulsivos. Mujeres que creen que pueden detener el paso del tiempo. Cada vez resulta más difícil ver en la calle a representantes de ese lapso intermedio que fue la madurez. Por vestimenta, actitud, gusto o aspiraciones, todos son niños de espíritu o ancianos de cuerpo. En un mundo así, nacer viejo significa no encajar en ningún sitio. 

De todas maneras, los viejos prematuros siempre hemos sabido que no lo tendríamos fácil. La tendencia al infantilismo está en las entretelas de occidente. Somos de la religión del Hijo, no de la del Padre, por eso, desde el origen, matar judíos ha sido un acto edípico. Del cristianismo, que es el triunfo de los niños y de la inocencia, germina la preceptiva de la inmadurez. De aquella exhortación a ser como los lirios del campo, brota el carpe diem renacentista, el sentimentalismo romántico y la Giovinezza del fascismo. A partir de Rousseau, todo es Rousseau. Al niño angelical lo corrompe la tribu. La emoción es el camino de la verdad y lo espontáneo la forma de su expresión. «Hay que destruir la sintaxis, colocando los sustantivos al azar», proclaman los futuristas, porque volver al edén del primitivismo ayuda a escapar de la responsabilidad que impone el presente. 

La vida de los que nacemos viejos no es fácil. El niño viejo no se integra del todo en los juegos de sus amigos, se pregunta por el sentido de lo que está haciendo y desarrolla una amarga conciencia de ridículo. Cuando llega a la adolescencia, se sabe fuera de lugar y la vida le parece que no es lo suficientemente seria: prefiere el drama a la comedia, el límite al desorden, el protocolo de la cita personal a la improvisación de la fiesta multitudinaria. 

La obsesión de los niños eternos es combatir a los viejos prematuros y todo cuanto simbolizan: el tiempo, la renuncia, el trabajo, el padre. Nada de esto se aviene con su dudoso individualismo ni con su insatisfacción permanente. Aunque, en realidad, tampoco les inquieta demasiado, porque saben que el siglo XXI está de su parte.

Imagen: Filósofo en meditación. Rembrandt.

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