Escritura y vida

Últimamente, una extraña pereza se adueña de mí cuando me dispongo a poner algo por escrito. Extraña porque nunca había sentido que la pereza pudiera ser tan gozosa. Antes, no escribir me sumía en una suerte de atonía melancólica que me llenaba de impaciencia. Ahora, sin embargo, pensar en hacerlo me produce un íntimo rechazo del que no soy capaz de sobreponerme. Por vez primera, creo que el acto de escribir ha perdido toda trascendencia, que, cuando no es una señal de vanidad, no busca nada más allá del propio ensimismamiento. Y por si fuera poco, veo en esa vacuidad un estorbo que me impide centrarme en las cosas del mundo, en cocinar, en leer, en viajar, en hablar con los amigos, en hacer el amor. Es decir, por primera vez, siento que la escritura me quita tiempo para la vida.

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Contra la escritura

Si nuestros 300 milenios sobre la faz de la tierra equivaliesen a una vida, los humanos llevaríamos poco más de un año utilizando la escritura. El alfabeto es una novedad tan reciente que aún podemos considerarlo una anomalía. Somos seres orales. A través de los sonidos que producen las palabras cuando se pronuncian y de las ideas que atesoran cuando se descifran, transmitimos en su día la sabiduría de la especie. Como el conocimiento no quedaba fijado en ningún sitio, tuvo la duración de la existencia humana y estuvo en completo movimiento: de boca a oreja, de madre a hija, de maestro a alumno. Cuanto se perdía por el camino era renovado en cada generación mediante un nuevo hallazgo o con una nueva versión de lo que había.

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