Si nuestros 300 milenios sobre la faz de la tierra equivaliesen a una vida, los humanos llevaríamos poco más de un año utilizando la escritura. El alfabeto es una novedad tan reciente que aún podemos considerarlo una anomalía. Somos seres orales. A través de los sonidos que producen las palabras cuando se pronuncian y de las ideas que atesoran cuando se descifran, transmitimos en su día la sabiduría de la especie. Como el conocimiento no quedaba fijado en ningún sitio, tuvo la duración de la existencia humana y estuvo en completo movimiento: de boca a oreja, de madre a hija, de maestro a alumno. Cuanto se perdía por el camino era renovado en cada generación mediante un nuevo hallazgo o con una nueva versión de lo que había.
No siempre la escritura gozó del prestigio que hoy tiene. Su más conspicuo detractor fue Sócrates, y lo sabemos gracias a que uno de sus epígonos lo traicionó poniendo sus palabras (oh, ironía) negro sobre blanco. Según él, el texto escrito repite lo mismo y no responde cuando se le interroga. Podemos discutir con una persona, pero no con un libro; aspiraremos a la interpretación de sus páginas, nunca a la verdad. Para Sócrates, las civilizaciones que han hecho del libro un objeto sagrado y del comentario su razón de ser no tendrían ningún crédito. De haberlas conocido, habría dicho que quien se acerca a un libro buscando certezas solo se encuentra a sí mismo, y que la historia de occidente es una reiteración de ese acto de ensimismamiento: el lector oyendo su propia voz cuando cree entender lo que lee, y, tras convertirse en escritor, transcribiéndola como si fuese original e inusitada.
Pero hay algo mucho más interesante en los argumentos en contra de la escritura, una suerte de vaticinio de los tiempos modernos que anuncia trágicamente la edad de Google y del smartphone. Leemos en el Fedro que la escritura hace que descuidemos la memoria, porque «los hombres, por culpa de su confianza en ella, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos». Así que los que creen tener el conocimiento al alcance de la mano demostrarán una falsa sabiduría, pues no conservarán nada en la cabeza y dependerán siempre de la ajena erudición.
Y, sobre todo, «serán fastidiosos de tratar, al haberse convertido, en vez de en sabios, en hombres con la presunción de serlo».