Es difícil que haya una autoridad tan respetada como la que emana del diagnóstico de un psicólogo. Ni tan ubicua. Actualmente, el discurso psicológico está en todas partes: tras una catástrofe natural dando aliento a los afectados, en el corolario de cualquier noticia ofreciendo su acreditado punto de vista, o incluso en la resolución de un intrincado caso policial facilitando un perfil minucioso del delincuente. La razón de este éxito reside en que la psicología trasciende los muros académicos y es asumida por la gente como una coartada científica que puede justificar muchos de sus comportamientos. Los psicólogos no solo otorgan una explicación al caos del universo, sino que ahora, vacías las iglesias, son el único consuelo de las penalidades del alma. En la era de la vulnerabilidad, la psicología es el nuevo sacerdocio.
El reino de la psicología, por tanto, sí pertenece a este mundo, sin embargo, es en los centros educativos, en estrecha colaboración con esa hija tarda de las ciencias sociales que es la pedagogía, donde realmente gobierna sin cortapisa alguna. Los colegios y los institutos son lugares en los que las zozobras personales y las experiencias complicadas de los chavales tienen el nombre de una patología o de un trastorno fóbico. Por ejemplo: la clásica timidez se llama «fobia social» y las pocas ganas de ir a clase «fobia escolar». Para colmo, hay cada vez más padres que alientan el etiquetado de sus hijos porque saben que así obtendrán facilidades académicas. La medicalización de la enseñanza ha provocado la medicación del alumno, y no es extraño ver ahora a yonquis del metilfenidato y la duloxetina entrar y salir de los departamentos de orientación como espíritus silenciosos y errabundos.
Nada existe que pueda hacer sombra al poder de la psicología. Para mantener su influencia intelectual sobre profesores y alumnos, los psicólogos utilizan el lenguaje del alarmismo, con el que no se cansan de advertir del peligro sin precedentes que corren las nuevas generaciones. Desde la pandemia del coronavirus, no ha habido informe que no haya mostrado el empeoramiento de su salud mental. Lo cual ha terminado alimentando la hipocondría de los jóvenes y causando, en una suerte de profecía autocumplida, que los problemas realmente se multipliquen.
Tanto es así que, en los centros de enseñanza, donde resulta cada vez más difícil distinguir la frontera entre la salud y la experiencia traumática, lo raro ahora es ser normal.
Ilustración de Isidoro Martínez Sánchez.