La idea consistía en que los alumnos de 1º de Compensatoria cometieran un acto terrorista. El tema estaba claro desde el principio: «¿por qué no quiero seguir estudiando en el instituto?». Luego escribiríamos un pequeño texto, doscientas palabras apenas, que respondería a la pregunta y trataría de convencer a quien lo leyese de que era injusto que la ley obligase a permanecer encerrados en una cárcel a chavales que estaban deseando ponerse a trabajar cuanto antes. Finalmente, imprimiríamos los panfletos en DIN A3 y, sin que nos vieran, como un comando ultrasecreto, los pegaríamos en las puertas de todas las aulas.

El primer día logré poner en marcha una tormenta de ideas que los mantuvo enganchados. Lo importante era que comprobasen que escribir, y hacerlo con corrección, podía servir incluso para cometer inofensivas gamberradas como aquella. Sin embargo, todo se vino abajo a la mañana siguiente, cuando tuvimos que dar forma a los apuntes del día anterior. Las carencias expresivas que presentaban eran tan profundas que no lograban hilvanar con coherencia cuatro o cinco palabras en una frase escrita, lo que también les impedía pensar con claridad. Eran alumnos repetidores, de trece y catorce años. Es decir, llevaban, como mínimo, una década forzosamente escolarizados. ¿Qué había sucedido? ¿Cómo habían llegado hasta allí en unas condiciones tan penosas? ¿Por qué, en un sistema de enseñanza obligatoria, nadie los había obligado a que aprendieran a leer y a escribir?

Como antes creía que con mi trabajo podía salvar la enseñanza, solía hacerme todas esas preguntas. Hoy, en cambio, veo la enseñanza de otra manera. Después de más de veinte años dando clase, he llegado a la conclusión de que la enseñanza no quiere ser salvada por nadie. Es una bestia autosuficiente que responde a misteriosos estímulos. Un monstruo que te permite vivir tranquilo siempre que acates que estás aquí como mero estabulador. Por eso, he aprendido a dejarme arrastrar por la dulce inercia de la mansedumbre. Estoy acostumbrado a aprobar, sin que me tiemble el pulso, a chavales que son auténticos analfabetos funcionales. A llevar hasta el último curso de bachillerato a jóvenes que todavía silabean al leer, incapaces de salir de los límites que les impone un vocabulario de doscientas palabras. A ser, en definitiva, un engranaje más en la maquinaria de este engaño masivo, de esta estafa multitudinaria en la que participamos por igual padres, estudiantes y profesores.

Un comentario en “Salvar la enseñanza

  1. Creo que en la última frase habría que añadir también a los legisladores… Un saludo.

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