Salvar la enseñanza

La idea consistía en que los alumnos de 1º de Compensatoria cometieran un acto terrorista. El tema estaba claro desde el principio: «¿por qué no quiero seguir estudiando en el instituto?». Luego escribiríamos un pequeño texto, doscientas palabras apenas, que respondería a la pregunta y trataría de convencer a quien lo leyese de que era injusto que la ley obligase a permanecer encerrados en una cárcel a chavales que estaban deseando ponerse a trabajar cuanto antes. Finalmente, imprimiríamos los panfletos en DIN A3 y, sin que nos vieran, como un comando ultrasecreto, los pegaríamos en las puertas de todas las aulas.

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Maestros anticuados

Es un problema de perspectiva. Creemos que la enseñanza ha de trazar un camino que conduzca hacia el futuro. Estamos convencidos de que el papel del profesor consiste en ayudar a que los alumnos lo recorran. Y, sin embargo, nada de lo que se enseña pertenece al futuro. Ni siquiera al presente. Las clases de biología son un compendio de conocimientos pretéritos. Algunos teoremas matemáticos tienen milenios de existencia. No solo el profesor de historia mira hacia atrás; también lo hacen el de física, el de música, el de tecnología, el de educación plástica. Cuando un chaval descubre algo nuevo en una de esas materias, en realidad está aprendiendo cosas muy antiguas.

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Institutos españoles

Dudo de que haya en España algo tan feo como un instituto de secundaria y bachillerato. Un instituto público, por supuesto, con esa mezcla de racionalismo franquista, neobolchevismo ochentero, ambulatorio de pueblo y tristeza inconsolable. Todo, en su interior, está llamado a despertar el instinto de huida: desde esos azulejos que, en la mayoría de casos, parecen importados del mismo Chernobyl, hasta el mobiliario, que a buen seguro alguien robó alguna vez del comedor de una cárcel. En definitiva, los institutos públicos españoles son una bomba estética de desmotivación masiva.

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El profesor de secundaria

No hay nadie en este país que cometa al día tantas faltas, tantas ilegalidades, como el profesor de secundaria. De hecho, lleva tanto tiempo cometiéndolas que ya forman parte de la esencia de su labor. Puede parecer lo contrario, pero cuando el doctor Jenkyll cierra la puerta de su aula, empieza a crecer la sombra del señor Hyde. Donde debiera haber actividades basadas en proyectos, se alza una clase magistral sobre la célula, y donde juegos y recursos informáticos, se interponen los dictados y los copiados de toda la vida. El profesor de secundaria se matricula en cursos de innovación educativa y asiente con sonrisa servil a las recetas de orientadores y pedagogos, sin embargo, después, a la hora de la verdad, termina haciendo lo que quiere, es decir, exactamente lo contrario.

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Vivimos muy bien

Desde el año 2002 trabajo en la enseñanza pública, y desde 2006 soy funcionario de carrera. Llevo dos décadas yendo al instituto una media de seis horas al día de lunes a viernes, y estoy dieciséis años sin preocuparme excesivamente por mi futuro laboral. Puesto que tengo la plaza en propiedad, puedo echar raíces cerca de mi trabajo. No siento la inseguridad que dicen sentir amigos que no son funcionarios; mi situación me ofrece la suficiente estabilidad como para que pueda permitirme hacer planes de futuro.

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Los cinco continentes

Uno de los momentos más reveladores que he tenido en la enseñanza fue cuando impartí clases de 1º de ESO en el programa de Compensatoria. Cierto día, tras la lectura de un texto sobre viajes alrededor del globo, se me ocurrió preguntar a mis alumnos si podían decirme los nombres de los cinco continentes habitados. Uno respondió que el único que conocía era Brasil y otro que solo se acordaba de Bélgica y de Rusia. Entonces, algo asustado, extendí un mapamundi en la pizarra y señalé los continentes que existían oficialmente hasta el momento; ni siquiera viendo los perfiles geográficos supieron reconocerlos. Aquellos chavales pasaban por muchas dificultades personales y familiares, pero no eran tontos. A poco que algo les interesara, lo absorbían inmediatamente. Y sin embargo, además de leer y escribir peor que un niño de seis años, carecían de los conocimientos básicos que, en teoría, un país desarrollado como España debía facilitar a sus ciudadanos.

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La aristocracia de la tilde

La mayor parte de las faltas de ortografía que cometen mis alumnos son faltas de acentuación. Ellos se desesperan con la intransigencia con que suelo corregirlas, y siempre terminan haciendo la consabida pregunta de todos los años: para qué sirven las tildes si se puede entender un texto sin ellas. Yo entonces, harto de tener que justificar la utilidad de lo que enseño en clase, les digo que, para mí, las tildes son lo que para un alemán, por ejemplo, es el motor de un BMW, es decir, algo de lo que sentirse orgulloso. Porque, como los automóviles en Alemania, las reglas de acentuación son de las pocas cosas que, en los tiempos que corren, funcionan bien en nuestro país.

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Que le den

Creo que ha llegado la hora de que los profesores de literatura captemos el mensaje que los políticos nos envían con cada nueva ley educativa. En el mundo que estos llevan décadas inventándose, no hay lugar para disciplinas como la nuestra. Su distopía cutre y pueblerina hace tiempo que exige que esté prohibido aquello que no tenga ninguna aplicación social o que evite que el alumno sea empaquetado y servido en el mercado laboral del futuro sin que al menos se plantee por qué el mundo se parece cada vez más a una serie de Netflix. España no puede permitirse que sus camareros, sus putas y sus guías turísticos hayan leído el Quijote, ni tampoco que sus médicos o sus ingenieros sean capaces de experimentar placer estético alguno o sentirse tentados por cierta curiosidad improductiva. 

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Para que calen nuestros clásicos

Todavía sigo leyendo en mis clases algunas obras de nuestro canon literario, pero no por una cuestión de resistencia contra la estupidez pedagógica que ha acabado con la enseñanza española, sino por pura cabezonería de viejo cascarrabias. Como sé que la batalla hace tiempo está perdida, lo que era una actitud combativa a favor de los clásicos durante mis primeros años en la trinchera, hoy se me ha convertido en unas nada heroicas ganas de llevar la contraria. O sea, que lo mío es algo más personal que altruista.

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Niños

Este año cumplo dos décadas dedicado a la enseñanza y creo que nunca me he sentido tan alejado de ella como ahora. Es una sensación que ha ido creciendo en mi interior a lo largo del último lustro y que ha terminado de fraguarse en estos tiempos de pandemia. Cada vez veo a mis alumnos menos adolescentes y más niños. Si fuera maestro de primaria, estaría acostumbrado a verlos así, pero puesto que pertenezco al cuerpo de profesores de enseñanza secundaria, no estoy preparado para entenderlos. Puedo lidiar con el caos hormonal de la primera juventud, pero no con los últimos estertores de la infancia.

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