Es un problema de perspectiva. Creemos que la enseñanza ha de trazar un camino que conduzca hacia el futuro. Estamos convencidos de que el papel del profesor consiste en ayudar a que los alumnos lo recorran. Y, sin embargo, nada de lo que se enseña pertenece al futuro. Ni siquiera al presente. Las clases de biología son un compendio de conocimientos pretéritos. Algunos teoremas matemáticos tienen milenios de existencia. No solo el profesor de historia mira hacia atrás; también lo hacen el de física, el de música, el de tecnología, el de educación plástica. Cuando un chaval descubre algo nuevo en una de esas materias, en realidad está aprendiendo cosas muy antiguas.
Es un problema de perspectiva, pero también de falta de ella. De repente, llega un momento en que nos parece un error la transmisión de los conocimientos del pasado. Da igual que, para llegar a esa conclusión, hayamos necesitado una transmisión previa de los conocimientos del pasado. El caso es que, a partir de ahora, tú, profesor, debes admitir que toda la historia de la enseñanza humana ha sido una farsa. Y que la pedagogía está aquí para echarte una mano en la heroica labor de cambiar la escuela.
Pero, en el fondo, sabes que eso es imposible. Si quieres cambiar la escuela, tienes que derribarla hasta los cimientos. Si quieres cambiar la escuela, debes arrasar con todo lo anterior. Y después olvídate de construir. Olvídate de conocer. Olvídate de recordar. Una educación que mira hacia el futuro no tiene absolutamente nada que ofrecer. Por eso, la nueva ley educativa es antienciclopédica. Porque es futurista. «Queremos demoler los museos», escribió en el manifiesto del futurismo el fascista Marinetti, intuyendo quizá que, en el fondo, toda escuela es un museo.
Quien quiera ser profesor, tiene que despojarse de sus prejuicios y aceptar que, al menos durante seis horas al día, su trabajo se basa en conservar la tradición. Un buen maestro es siempre conservador, independientemente de lo que piense sobre el mundo. Pese a lo que digan los políticos y traten de instituir sus leyes, el maestro progresista no existe, porque no existen los conocimientos del futuro. La paradoja que esto plantea sería fácil de asumir si en el siglo XXI la ideología no fuera el nuevo opio del pueblo: una sociedad ilustrada y «abierta» debe construir colegios «cerrados» e inmunes al progreso. Una sociedad moderna necesita maestros anticuados.