Uno de los momentos más reveladores que he tenido en la enseñanza fue cuando impartí clases de 1º de ESO en el programa de Compensatoria. Cierto día, tras la lectura de un texto sobre viajes alrededor del globo, se me ocurrió preguntar a mis alumnos si podían decirme los nombres de los cinco continentes habitados. Uno respondió que el único que conocía era Brasil y otro que solo se acordaba de Bélgica y de Rusia. Entonces, algo asustado, extendí un mapamundi en la pizarra y señalé los continentes que existían oficialmente hasta el momento; ni siquiera viendo los perfiles geográficos supieron reconocerlos. Aquellos chavales pasaban por muchas dificultades personales y familiares, pero no eran tontos. A poco que algo les interesara, lo absorbían inmediatamente. Y sin embargo, además de leer y escribir peor que un niño de seis años, carecían de los conocimientos básicos que, en teoría, un país desarrollado como España debía facilitar a sus ciudadanos.
La educación Compensatoria está destinada a estudiantes en riesgo de exclusión social y con un retraso curricular de dos años como mínimo; además, suele dotarse de un generoso presupuesto. Es decir, se suponía que era un programa serio que serviría para ayudar a algunos de ellos a salir del bache donde se hallaban. Pero enseguida me percaté de que, pese a las ganas que ponía y los recursos que estaban a mi alcance, no solo no podría conseguirlo, sino que en realidad, debido al dramático desfase que presentaban todos, la Compensatoria estaba concebida para que ningún profesor lo lograse. Así que la gran pregunta era: ¿qué utilidad tenían unos programas que eran incapaces de impedir que, tras una década escolarizados, aquellos chavales siguieran sin saber situar África en un mapa?
Gracias a la experiencia de aquellos años he podido dar con la respuesta: el analfabetismo funcional es social y económicamente rentable. Por eso, Compensatoria y otros programas similares continúan impartiéndose todavía. Su verdadero propósito es apartar del sistema a aquellos que precisamente más necesitan que el sistema los ampare. Y el modo de hacerlo es, se mire por donde se mire, una genialidad de la ingeniería social: se les mantiene dentro sin hacer absolutamente nada para que, de esa forma, nunca puedan escapar del contexto de pobreza e ignorancia que los ha llevado allí. Condenados de por vida a un trabajo de mierda y a no saber cómo es el mundo donde viven.
Imagen: Detalle de Demócrito. Diego Velázquez.
Ójala los que no saben ubicarse en un mapa fueran sólo los de compensatoria, David. Hay por ahí unos vídeos de un tipo que pregunta a otros chavales cuestiones básicas de geografía, y es para echarse a temblar (se llama «supergeografía», por si quieres ver alguno). La Geografía, como el resto de asignaturas de instalación (Literatura, Historia, Filosofía…) fueron las grandes víctimas de la Logse, y eso fue algo intencionado.
No sé si lo hicieron por ser «social y económicamente rentable», por los réditos políticos a corto o largo plazo, para construir su mundo mejor o por simple estupidez, pero desde luego consiguieron que los alumnos no sepan de dónde vienen ni dónde están.
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