Dos almas ha ofrecido la historia a las capitales europeas. Dos almas y dos rostros que son espejos de sí mismas. A uno se asoman aquellas a las que no les importa exhibirse; a otro las conscientes de su desaliño. Las primeras son urbes de guías y autofoto, donde la monumentalidad desborda por los cuatro costados cardinales. La emoción en ellas no da tregua; de tanto sentirla, el visitante acaba por no sentir nada en absoluto. Frigidez de lo sublime. Roma, Praga, Londres o Lisboa, quitando envergaduras y habitantes, tienen un centro intacto, esencialista, donde las avenidas discurren como lo hacían cuando nacieron y los edificios son escoltas leales y enamorados. Ciudades bellísimas porque las han proyectado élites preocupadas por el futuro qué dirán. Y también porque la belleza extremada es siempre taxidérmica.
Las otras, por su parte, muestran la incuria del tiempo en los rincones. Sus calles no son calles sino cicatrices abiertas por las cuchilladas de la improvisación urbanística. Raras veces han sido restauradas; empiezan de cero tras cada incendio, tras cada revolución, tras cada obús. Aves fénix de la especulación y la estrechez. Batiburrillo informe de estilos, de ambientes, de colores. Boceto que es obra final. Pentimento de artista. Y sin embargo, ay, ciudades a las que sus propias carencias han vuelto sutiles. Ciudades del hallazgo fortuito. Ciudades cofre. Ciudades que ocultan sus encantos tan solo para quienes, casi voluptuosamente, las cubren con sus eternos paseos.
Hay un abismo entre lo encantador y lo bello. Lo bello abruma por ser bello, lo encantador cala por ser feo. Se queda en el instante, que es la versión que da el tiempo de los lugares recoletos. Madrid es el paradigma de este tipo de capitales. Pura discreción. De hecho, no creo que ahora mismo exista ciudad más discreta en el continente. Un crepúsculo en el viaducto de la Calle Segovia. El otoño amarillo del Paseo del Prado. Un banco en el Jardín del Príncipe de Anglona. La Plazuela de San Javier. El Museo Sorolla. El encanto de Madrid no agobia ni oprime. Todo lo más, entristece, pero de un modo vivaracho. Si copenhaguesa es la angustia existencial y parisino el esplín, Madrid sigue siendo galdosiana. Alegre y triste a la vez, como todos los que conservan todavía el recuerdo de la pobreza.
Por eso, nunca podrá permitirse el capricho de ser sofisticada y europea. Ni falta que le hace.
Imagen: Blue sky. Francesco Ungaro.