Los españoles nunca hemos sido románticos. Los herederos de Trento, escépticos y materialistas, estamos incapacitados para comprender ese culto a lo inexplicable. Ese afán por alcanzar la genialidad sin pasar por el sacrificio. Ese fetichismo autodestructivo. Y, sin embargo, llevamos más de dos siglos fingiendo que todo lo dicho tiene algo que ver con nosotros. Y andamos perdidos por la historia, confundiendo todavía lo que creemos ser con lo que en realidad somos. Ahí reside precisamente la causa de que los mejores escritores de nuestro Romanticismo no sean románticos en realidad. Rosalía y Bécquer están por encima de cualquier ideología literaria. Y el final del Tenorio es lo más antirromántico del mundo.
El problema es que, desde que el norte nos arrebató la hegemonía cultural, el sur se ha propuesto vivir como si fuera la cuna del Romanticismo. Y eso a pesar de que aquí nadie ha entendido nunca que el destino sea una fuerza inexorable de la naturaleza ni que los sentimientos puedan con todo. Nadie lo ha entendido porque es en el sur donde se inventan la libertad y la razón. O más bien, la idea de que la libertad debe fundamentarse en la razón. Lo saben perfectamente los viajeros románticos, que llegan al sur para descubrir (nunca es tarde) la antigüedad clásica antes de alzar las primeras barricadas revolucionarias. Por ello, la tragedia es un misterio en el sur. Y el suicidio por amor, una exageración injustificable. Para nosotros, el auténtico héroe es aquel que se sobrepone al hado gracias a su esfuerzo y ama sin caer en el infantilismo. Aunque hoy sigamos imitándolo en el cine, en la novela o en la música popular, lo romántico jamás ha dejado de provocar vergüenza ajena.
Así que, lo admitamos o no, el Romanticismo es como un órgano trasplantado que nuestro cuerpo rechaza. Pero el peor de sus legados no es el gusto por la tontería sentimental y determinista, sino ese burdo idealismo que se ha extendido como una pandemia y que está a punto de apagar las últimas luces de la civilización clásica. La prueba es que hemos vuelto a creer en las utopías, y ahora solo confiamos en los discursos que nos animan a perseguirlas. Da igual que por nuestras venas corra la sangre de Maquiavelo o de los escolásticos salmantinos. Ya apenas recordamos cómo aportar soluciones a los problemas del mundo sin recurrir a lo inalcanzable.
Sencillamente magnífico. Un tratado de Filosofía en treinta líneas.
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Gracias, maestro.
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