Hasta el siglo XIX, el hombre vivió solo de día. Anteriormente, rara vez se había atrevido a adentrarse más allá del crepúsculo. La noche era un vasto y misterioso territorio donde acechaban alimañas y enemigos emboscados. Es Frederick Albert Winsor quien acaba con ella al iluminar con gas Pall Mall en 1805. El alumbrado público consigue que el día alcance por fin sus veinticuatro horas de edad y que los miedos atávicos se llenen de colores nunca vistos. A partir de ese momento, lo desconocido abandonará las tinieblas de lo sobrenatural y se apropiará del difuminado impresionista de las farolas eléctricas y las lámparas belle epoque.
Solo cuando las calles resplandecen bajo el cielo nocturno se inicia la edad contemporánea. El gran legado de la burguesía no estará en sus revueltas, sino en la ciudad que brilla de noche. Pero no es el burgués quien la habita. El burgués sigue viviendo de día y deja la luz artificial a criaturas que son proyecciones de sus deseos reprimidos. Stevenson lo ve perfectamente cuando inventa a Mr Hyde. Y también Baudelaire cuando nos revela las reglas que rigen en ese mundo incipiente de cafés y burdeles donde el noctívago y el vampiro son los reyes absolutos.
Las ciudades iluminadas representan un nuevo decorado que impone una nueva inmoralidad. El día es para construir, la noche para ir suicidándose poco a poco. Hay una grieta que separa a los que llegan respetablemente a viejos de quienes mueren por la sífilis o la cirrosis. Grieta que se vuelve abismo cuando los escritores y los artistas eligen bando. Así es como la autodestrucción se convierte en una de las bellas artes. «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver», dirá décadas después Humphrey Bogart en Llamad a cualquier puerta.
Ni el arte ni la literatura de los dos últimos siglos se entienden sin las ciudades iluminadas. Tampoco sin la estética de la depravación, que hace que germinen, hermosas y verdaderas, las flores del mal durante todo el siglo XX. Teniendo presente el mal, el alma humana puede reconocerse y evitar que se repitan monstruosidades como Auschwitz.
Por eso, las luces de las ciudades son hoy más necesarias que nunca. No solo porque, con ellas, occidente continúa iluminando sus propias contradicciones y miserias, sino porque la ubicua mojigatería de estos tiempos tan aciagos quiere apagarlas para siempre. Quiere que de nuevo regresemos a la noche.
Imagen: El Boulevard Montmartre por la noche. Camille Pisarro.