Hasta el siglo XIX, el hombre vivió solo de día. Anteriormente, rara vez se había atrevido a adentrarse más allá del crepúsculo. La noche era un vasto y misterioso territorio donde acechaban alimañas y enemigos emboscados. Es Frederick Albert Winsor quien acaba con ella al iluminar con gas Pall Mall en 1805. El alumbrado público consigue que el día alcance por fin sus veinticuatro horas de edad y que los miedos atávicos se llenen de colores nunca vistos. A partir de ese momento, lo desconocido abandonará las tinieblas de lo sobrenatural y se apropiará del difuminado impresionista de las farolas eléctricas y las lámparas belle epoque.
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Ser de izquierdas
Muchos de mis amigos de izquierdas no me creen cuando les digo que yo también soy de izquierdas. Piensan que mi defensa de la unidad de España invalida cualquier coincidencia ideológica que podamos tener. De hecho, estoy seguro de que no habría tantas diferencias entre ellos y, por ejemplo, un partidario de la sanidad privada que, sin embargo, apoyara el derecho de autodeterminación de los pueblos. Para mis amigos, resulta sospechoso que yo no tenga alergia a la bandera, no ponga cara de escepticismo cuando se habla de algún hecho de nuestra historia digno de ser recordado y, sobre todo, no justifique que los territorios (como ocurría en la Edad Media y como exigen ahora los partidos nacionalistas) tengan privilegios.
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Hadi Matar no era siquiera una idea en las mentes de sus futuros padres cuando el 14 de febrero de 1989 el ayatolá Jomeini, líder supremo de Irán, lanzó una fetua contra Salman Rushdie por haber publicado un libro «en contra del islam, el Profeta y el Corán», y ofreció una recompensa de tres millones de dólares al musulmán que le trajera su cabeza. El joven de 24 años que ayer, 12 de agosto de 2022, apuñaló al autor de los Versos Satánicos, no vivió la muerte de Mustafá Mahmoud, tres años menor que él, cuando, seis meses después de la fetua, manipulaba una bomba destinada a Rushdie. Tampoco el asesinato a cuchillada limpia de Itoshi Igarashi, traductor al japonés del libro, mientras esperaba un ascensor de la Universidad de Tsukuba en 1991. Ni, por supuesto, el atentado que sufrió, pasados dos años, William Nygaard, el editor noruego que milagrosamente salvó la vida tras ser tiroteado en la puerta de su casa de Oslo.
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