«He llegado al límite de la contradicción entre persona y personaje»
Íñigo Errejón
El distingo es tan semántico como metafísico. En su origen, «persona» (del latín «persona», y esta del griego «prósopon») es la máscara teatral que oculta al personaje. La máscara de Edipo, a través de la abertura de la boca, amplifica el sonido y hace que sus palabras lleguen hasta las últimas gradas del teatro. El espectador griego nunca verá a Edipo, sino la imagen de su máscara. Todos los Edipos de todos los teatros de la Hélade tienen los mismos rasgos y, por tanto, son la misma persona. Sin embargo, el personaje, siempre escondido, son muchos personajes a la vez, tantos como consigue dibujar la imaginación del público. A partir de entonces todo estará al revés durante siglos: la persona será la ficción; el personaje, la realidad que esta ha velado.
No existiría paradoja si ambas palabras no hubiesen intercambiado sus significados con el tiempo. El proceso empieza en el Medievo, cuando se cierran los teatros. El espacio más reducido de la iglesia hace innecesario proyectar tanto la voz, y la reciente espiritualidad exige que la cara sea el espejo del alma. Es así como se produce el desenmascaramiento definitivo y la «persona» empieza a ser identificada con el rostro del personaje. La metamorfosis es tan radical que afectará a lo más profundo de la conciencia. Cuando el personaje se «personalice», la persona se recluirá tras esa nueva máscara para hacerse individuo. El teatro se llenará rápidamente de personajes y las calles de personas.
En el espacio teatral que inventa el siglo XXI ha habido un último cambio. Es pronto para saber hacia dónde nos llevará, pero se aprecia en él la misma capacidad de descabalar la forma que tenemos de señalar la verdad de quienes somos. Lo intuimos en el adicto a las redes sociales que se identifica con el filtro y el seudónimo, en el transexual que piensa que la única certeza es lo que siente, o en el político que suelta la turra moral que cree estar aplicando a su propia vida.
El signo de los tiempos sugiere que ya no hay espejos frente a los que desmaquillarse cuando la función ha terminado. Entre otras razones porque, en el gran teatro de la globalización tecnológica, las obras nunca tienen un final. Por eso, es imposible que vuelva a haber diferencia entre persona y personaje. Me temo que una y otro están condenados a ser siempre lo mismo.