No lo sabíamos todo sobre el miedo. Aunque lo habíamos conocido en situaciones donde éramos capaces de sentirlo, jamás habíamos experimentado el miedo colectivo. El veintiuno es el siglo en el que las sociedades volvieron a tener miedo: al terrorista, a la pobreza, a la enfermedad, a la guerra, al fin del mundo. Pero este miedo nos ha terminado marcando a unos más que a otros.
Para los más jóvenes, que no han conocido otra cosa, la ubicuidad del miedo no es tan perceptible como para quienes hemos vivido a caballo entre dos centurias. Es muy difícil que ellos conciban una realidad sin controles de equipaje, sin mascarillas sanitarias, sin la amenaza inminente de un cataclismo climático o, ahora, sin un kit de supervivencia. Las nuevas generaciones no conocen más reglas que las de la incertidumbre y la desconfianza. Nosotros, en cambio, provenimos de otro universo donde la seguridad todavía no era el único valor de la masa ni una consigna política que ganaba elecciones.
Por eso nos sentimos cada vez más perplejos. Y deberíamos esforzarnos en no perder nunca esa perplejidad. Porque la perplejidad, hija siempre del escepticismo, es, hoy más que nunca, nuestro único sostén. Los nacidos en el siglo XX, los que hemos viajado sin cinturones de seguridad, los que hemos estudiado sin cámaras de vigilancia somos los únicos que sabemos que este miedo a todo no es el estado natural de las sociedades libres, sino la imagen de su contrario. Que el miedo es la consecuencia de la ignorancia, por supuesto, pero también del exceso de información. Y que si nos paraliza cuando es individual, cuando es colectivo suele empujarnos a realizar actos monstruosos sin la restricción que impone el sentimiento de culpa.
Mi generación, que sabe lo que es vivir libre de la presión social del desasosiego constante, está obligada a transmitir estas y otras reflexiones acerca del momento histórico presente. Pero, sobre todo, a hacerlo sin caer en la trampa, tan querida por los medios de comunicación, que nos convierte en esclavos de la actualidad. Es un deber moral. Quizá el mejor legado que podemos dejar a nuestros hijos. Porque la historia enseña que, en crisis sociales parecidas, el miedo nos vuelve mezquinos, cobardes y sumisos. Y nos lleva a encumbrar a quienes nos prometen su protección a cambio de nuestra libertad. Y a adoptar, como modo de vida, la servidumbre voluntaria del rebaño.
Imagen: El falso espejo, René Magritte.
¡Genial!
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Muchas gracias, Jesús.
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