España nunca tuvo un Renacimiento o un Barroco, ni siquiera una Baja Edad Media. Todas esas épocas se concretan en un continuo, en una coherencia cultural que empieza en el siglo XIV y llega hasta principios del XVIII, coincidiendo con el cambio de dinastía. Semejante coherencia nos hizo escribir, pintar, investigar y vivir de manera distinta al resto de Europa. Y no por motivos de raza, de lengua o de religión, sino porque fue durante esos cuatro siglos cuando existió un pensamiento genuinamente hispánico.
Nuestra gran aportación al mundo se llama desengaño. Su raíces hay que buscarlas en el estoicismo grecolatino y en la escolástica medieval; su granazón, en los ocho siglos de guerra que hizo al peninsular enemigo de elucubraciones idealistas. Se ha querido encorsetar el desengaño en la mirada barroca, pero está presente mucho antes en el humor del Arcipreste, en el cinismo de Celestina, en la ambigüedad de Lázaro y en la locura de Don Quijote. El desengaño es la gran enseña de la literatura hispánica y también la causa de que esta invente, no solo la novela moderna, sino el pensamiento europeo. Sin nuestro desengaño no se entienden los Essais ni la duda metódica.
Pero el desengaño es mucho más que literatura o filosofía; el desengaño es una actitud: la que adquiere ante la sociedad y la propia existencia quien logra salir del engaño en el que vive. El engaño lo producen las apariencias, que a su vez son gestadas por las emociones, tan valoradas hoy día. De hecho, el desengañado es racional y materialista, y dedica toda su vida a discernir la verdad de la ensoñación y la sinceridad del artificio. El que consigue abandonar la mentira es capaz de vivir sin esperar recompensa alguna y sin temer las consecuencias de sus acciones. «Nec spe, nec metu» es la máxima que el mismísimo Felipe II inscribe en su escudo de armas.
Siempre que he tratado de «desengañar» a mis alumnos de Literatura, observo la misma reacción de desconcierto. Sé que para ellos (y para mí) resulta casi imposible asimilar que hubo una época y una sociedad en que dejarse llevar por los sentimientos no estaba bien considerado, y que vivir pensando en el futuro era signo de profunda estupidez. Los tiempos que corren son muy diferentes, lo cual explica que nuestros clásicos sean difíciles de comprender.
Aun así, este curso que empieza volveré a intentarlo.