Durante ochenta años (desde 1874 hasta 1954), hay un lugar en España que restringe el acceso a los nacionales por el mero hecho de serlo. Se trata del Club Bella Vista de Riotinto, donde solo pueden entrar los ingleses que trabajan para la Rio Tinto Company Limited. Allí construyen también un barrio del mismo nombre, a imagen y semejanza de Kensington o Chelsea, en el que viven como si nunca hubieran salido de la isla y donde nadie que no sea británico puede comprar una casa. Llegar a un lugar, explotarlo comercialmente, no mezclarse con los aborígenes y largarse una vez agotados los recursos ha sido siempre una parte del proceder del Imperio Británico.

La otra parte es, cómo no, la del exterminio. Conocidos son los genocidios que los ingleses cometieron en Tasmania (donde casi acaban con la población autóctona) o Kenia (en cuyo territorio, reinando su graciosa majestad la reina Isabel II, son torturados y asesinados más de doscientas mil personas, mujeres y niños incluidos). A estos hay que añadir los llevados a cabo mediante métodos más sutiles como las hambrunas, en las que los hijos de la Gran Bretaña son consumados expertos, y que suelen favorecer dejando que la naturaleza siga trágicamente su curso (la de India mató a más de cinco millones de personas, y la de Irlanda redujo la población en un 25%). 

Sin embargo, en ese proceder histórico, que es una mezcla de racismo, crueldad y avaricia, existe, además, una tercera parte más sutil y exitosa, la que ha concedido al mundo anglosajón (no solo a Gran Bretaña) la hegemonía cultural. Consiste en reescribir la historia ocultando los hechos más ignominiosos, versionando los simplemente embarazosos y sobredimensionando los triunfales. Y para ello tienen el monopolio del cine y los medios. Nada nuevo: piratas que son símbolos de la libertad, exterminadores de indios convertidos en heroicos cowboys y reinas que son «las más grandes de la historia».

En general, todo lo inglés lleva más de un siglo siendo vendido como el sumun de la libertad y del progreso. Por lo que resulta hasta cierto punto comprensible que la civilización más genocida de la historia moderna y contemporánea tenga sus admiradores. Los anglófilos son como aquellos riotinteños del pasado, que solo podían entrar en el Club Bella Vista para fregar las copas de brandy donde los distinguidos gentlemen habían dejado las marcas de sus paliduchos labios.

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