Últimamente, una extraña pereza se adueña de mí cuando me dispongo a poner algo por escrito. Extraña porque nunca había sentido que la pereza pudiera ser tan gozosa. Antes, no escribir me sumía en una suerte de atonía melancólica que me llenaba de impaciencia. Ahora, sin embargo, pensar en hacerlo me produce un íntimo rechazo del que no soy capaz de sobreponerme. Por vez primera, creo que el acto de escribir ha perdido toda trascendencia, que, cuando no es una señal de vanidad, no busca nada más allá del propio ensimismamiento. Y por si fuera poco, veo en esa vacuidad un estorbo que me impide centrarme en las cosas del mundo, en cocinar, en leer, en viajar, en hablar con los amigos, en hacer el amor. Es decir, por primera vez, siento que la escritura me quita tiempo para la vida.
En estos días me parece que vida y escritura siempre han sido enemigas acérrimas. Del mismo modo que es imposible estar, a la vez, muerto y vivo, tampoco se puede escribir y vivir al mismo tiempo. La pulsión por vivir elimina la posibilidad de que alguien se convierta en escritor, y la voluntad de escribir termina estancando el aluvión de la experiencia. La escritura nos saca de la vida y nos fuerza a remedarla. Todo texto escrito es un simulacro, pero su persistencia y su ubicuidad lo ha convertido en algo falsamente imprescindible. ¡Como si en las épocas previas al alfabeto no hubiera existido pensamiento o poesía! ¡Como si la escritura hubiera ganado la batalla sin resistencia, porque así lo dictaba la naturaleza humana! «Leerán muchas cosas sin instrucción», dice de los futuros adoradores de lo escrito ese ágrafo militante que fue Sócrates, «y por consiguiente, les parecerá que saben mucho, cuando en realidad no saben casi nada».
Que la escritura nos enseña a vivir es un prejuicio más de las grandes civilizaciones del libro. Tan sólo un mentecato como Don Quijote sigue fervorosamente la idea de que la escritura se puede vivir; únicamente un misántropo como Borges concibe el universo como una biblioteca infinita. En estos días de alborozada antiescritura, me quedo con las palabras del borrachín de Zorba, cuando le dice al narrador: «todo el que vive los misterios, ya lo ves, no tiene tiempo para escribirlos; los que los escriben no tienen tiempo para vivirlos. ¿Comprendes?»
Comprendo. Claro que comprendo. Aunque haya tenido que escribirlo.
Buena idea esa de dejar la escritura y ponerse a vivir. Eso es lo que tanto hicieron y ahora descubrimos con el paso del tiempo. Sócrates, Borges y tantos otros. Vivamus, mea Lesbiana, atque amemus. Catulo sí que sabía ya de ello.
Carpe diem, tempos fugit.
Sea bueno y viva, coño.
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*Lesbia
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Dum vivimus, vivamus. Aunque a mí me gusta más la variante goliárdica que sustituye vivamus por bibamus. Viviremos y beberemos, coño.
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