Asalto al cielo

Antes del asalto, el cielo pertenecía a un dios bastante extraño. Era el dios de los católicos, llevado por los españoles a todos los rincones del planeta. Allí se mezcló con espíritus telúricos y diosas emplumadas. El número de santos y de vírgenes creció en apenas unas décadas, y, con ellos, los días en que se les veneraba. Hasta el siglo XVIII, en la Monarquía Hispánica había una media de noventa festividades al año. Tres meses de banquetes multitudinarios, de corridas de toros, de fuegos artificiales. Para la universalidad de su mensaje, el catolicismo se hizo sincrético. Y este sincretismo lo transformó en una religión de la conmemoración y de la fiesta. 

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Barroco hispánico

Con el tiempo, me he ido reconciliando con el Barroco hispánico. Antes no lo soportaba. Tras su abigarramiento veía una vulgaridad rayana en lo populachero. Era precisamente esta obsesiva proclividad hacia lo popular lo que más me repelía, porque pensaba que toda folklorización del arte era la prueba de que ese arte no valía. El auténtico era aquel que nacía para que jamás se filtrase a la masa, el que requería de ella una aptitud para apreciar lo artístico que, por supuesto, nunca se daría. Un arte para los entendidos.

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Sin esperanza, sin miedo

España nunca tuvo un Renacimiento o un Barroco, ni siquiera una Baja Edad Media. Todas esas épocas se concretan en un continuo, en una coherencia cultural que empieza en el siglo XIV y llega hasta principios del XVIII, coincidiendo con el cambio de dinastía. Semejante coherencia nos hizo escribir, pintar, investigar y vivir de manera distinta al resto de Europa. Y no por motivos de raza, de lengua o de religión, sino porque fue durante esos cuatro siglos cuando existió un pensamiento genuinamente hispánico.

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