Escritura y vida

Últimamente, una extraña pereza se adueña de mí cuando me dispongo a poner algo por escrito. Extraña porque nunca había sentido que la pereza pudiera ser tan gozosa. Antes, no escribir me sumía en una suerte de atonía melancólica que me llenaba de impaciencia. Ahora, sin embargo, pensar en hacerlo me produce un íntimo rechazo del que no soy capaz de sobreponerme. Por vez primera, creo que el acto de escribir ha perdido toda trascendencia, que, cuando no es una señal de vanidad, no busca nada más allá del propio ensimismamiento. Y por si fuera poco, veo en esa vacuidad un estorbo que me impide centrarme en las cosas del mundo, en cocinar, en leer, en viajar, en hablar con los amigos, en hacer el amor. Es decir, por primera vez, siento que la escritura me quita tiempo para la vida.

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Las arenas de Tatooine

Lo único que me gusta de la última trilogía de Star Wars son los minutos iniciales de la primera película, cuando se suceden los planos del desértico Tatooine, de cuyas dunas emergen los restos de un destructor imperial. Me recuerdan a los grabados de Piranesi, donde los vestigios de la Antigüedad aparecen invadidos por el tiempo y la maleza. Si preguntáramos por el origen de esas ruinas a los extraños seres que sobreviven desguazando naves estelares de épocas heroicas o a cualquiera de los pastores piranesianos que llevan su rebaño a la sombra de algún acueducto romano semiderruido, no sabrían qué responder, enmudecidos por la intuición de una presencia desmesurada e inevitable que los supera.

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La isla

Tengo una teoría: la lengua no la hacen los hablantes, sino que es la lengua la que hace a los hablantes. Esto concuerda con lo que Tolkien aseguraba que había sido su verdadero propósito al crear la Tierra Media: dar hablantes al quenya, el primer idioma élfico que había estado desarrollando desde su juventud. Mi teoría sigue el orden tolkiano, que es, en el fondo, el de todas las cosmogonías. Primero la palabra y después el mundo. Primero el «fiat lux!» originador de la luz. El sonido articulado en el verbo creador. La música de las esferas. 

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Contra la escritura

Si nuestros 300 milenios sobre la faz de la tierra equivaliesen a una vida, los humanos llevaríamos poco más de un año utilizando la escritura. El alfabeto es una novedad tan reciente que aún podemos considerarlo una anomalía. Somos seres orales. A través de los sonidos que producen las palabras cuando se pronuncian y de las ideas que atesoran cuando se descifran, transmitimos en su día la sabiduría de la especie. Como el conocimiento no quedaba fijado en ningún sitio, tuvo la duración de la existencia humana y estuvo en completo movimiento: de boca a oreja, de madre a hija, de maestro a alumno. Cuanto se perdía por el camino era renovado en cada generación mediante un nuevo hallazgo o con una nueva versión de lo que había.

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