Nunca hemos sido los españoles grandes propagandistas de nosotros mismos porque nunca hemos dado una solución autóctona a lo que somos. Ni siquiera cuando luchamos contra Napoleón pudimos encontrar un relato propio. De hecho, fueron ellos, los franceses (aventajados epígonos de ingleses y holandeses) quienes nos dieron a conocer al mundo. Ya Masson de Morvilliers nos describía en la Encyclopedie como un pueblo incapaz para «las artes, las ciencias y el comercio». El ascendiente francés provocó que el alma hispánica, huérfana de espejos donde mirarse, asumiera como suyo el sambenito y lo difundiera a los cuatro vientos.
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La mala suerte
Mala suerte no es que un arcabuzazo te deje inútil de una mano para siempre, ni que pases cinco años de cautiverio en los baños de Hasan el Veneciano. Tampoco que, a tu regreso a España, descubras que el mundo ha seguido girando sin ti y que todo empieza a sonarte irremediablemente a chino, o que, a pesar de ser un héroe de guerra, todo el mundo te ignore y se te impida comenzar de nuevo en el paraíso americano. Ni siquiera que te empeñes en dedicarte al teatro en el siglo en el que Lope es el rey indiscutible de la escena (esto no es mala suerte, por supuesto, sino una temeridad como una casa).
Seguir leyendoSin épica
Del mito al logos, pero también del mito al epos (la palabra que sirve para narrar). Son las dos sendas que recorre el pensamiento occidental. Por la primera transita la filosofía; por la segunda, la literatura. La primera se llamará en un primer momento física; la segunda, épica. Quizá sea en esta última donde resida la prueba más incontestable de que la concepción judeocristiana y marxista de la historia, siempre apuntando hacia el futuro en una línea recta que alberga la promesa de un final, es una burda mentira. Habitamos una espiral que avanza, sí, pero que también vuelve sobre sí misma en un plano diferente, como un mandala vertiginoso e infinito, sin un origen claro y, por supuesto, sin objetivo, sin redención.
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