Del mito al logos, pero también del mito al epos (la palabra que sirve para narrar). Son las dos sendas que recorre el pensamiento occidental. Por la primera transita la filosofía; por la segunda, la literatura. La primera se llamará en un primer momento física; la segunda, épica. Quizá sea en esta última donde resida la prueba más incontestable de que la concepción judeocristiana y marxista de la historia, siempre apuntando hacia el futuro en una línea recta que alberga la promesa de un final, es una burda mentira. Habitamos una espiral que avanza, sí, pero que también vuelve sobre sí misma en un plano diferente, como un mandala vertiginoso e infinito, sin un origen claro y, por supuesto, sin objetivo, sin redención.

La épica, que es el embrión de las naciones, también muestra de qué modo la literatura influye en la realidad de los hombres, cómo el cortesano bajomedieval es la consecuencia lógica de la novela artúrica, o cómo el conquistador español es la sombra de Tirante o de Amadís. El epos, la palabra que impone un orden, es en ambos casos el eje en torno al que gira el relato de los pueblos. Por eso, cuando la épica falta, la historia empieza a no comprenderse y los pueblos terminan enmudeciendo.

Los españoles perdimos la épica después del desastre del 98. En el Árbol de la ciencia, Baroja escribe que, tras la guerra contra EE.UU., los madrileños llenaban los cafés y las plazas de toros como si nada hubiera ocurrido. Cuando se desvaneció el imperio, última imagen de nuestra épica, la gesta se transformó en un sainete. A partir de ese momento, la historia avanzó sobre nosotros como el carro de la muerte. Sin el aliento de la épica, después solo pudimos aspirar a despedazarnos como buenos hermanos. Sin rapsodas que canten el pasado, ahora estamos condenados a olvidar lo que ocurrió.

Por eso no me extraña el desprecio que la literatura española ha sentido por el 11-M. Mientras AusterRothUpdike o DeLillo ven caer las torres de Manhattan, aquí los escritores se tapan los oídos para no volver a oír las explosiones de los trenes. Es normal que, estrangulados como estamos por esta vorágine sin épica, la historia, aun la más reciente, ya no aparezca ni siquiera en los libros de Historia. No hay que remover la tierra de los muertos. Nada ha pasado. Todo sigue igual.

El olvido de los españoles no es más nauseabundo que el silencio y la cobardía de sus intelectuales.

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