Mala suerte no es que un arcabuzazo te deje inútil de una mano para siempre, ni que pases cinco años de cautiverio en los baños de Hasan el Veneciano. Tampoco que, a tu regreso a España, descubras que el mundo ha seguido girando sin ti y que todo empieza a sonarte irremediablemente a chino, o que, a pesar de ser un héroe de guerra, todo el mundo te ignore y se te impida comenzar de nuevo en el paraíso americano. Ni siquiera que te empeñes en dedicarte al teatro en el siglo en el que Lope es el rey indiscutible de la escena (esto no es mala suerte, por supuesto, sino una temeridad como una casa).
Mala suerte no es que publiques la gran obra maestra de la literatura y que sigas viviendo en la miseria, ni que tus iguales te consideren un escritor mediano que por pura chiripa ha obtenido el favor del vulgo. Mala suerte no es que te entierren sin pena ni gloria, que, décadas después, echen tus huesos a una fosa común y que nadie sepa todavía dónde se encuentran. Ni tampoco lo es que los primeros en ver en ti a un monstruo, a un gigante cuya sombra enseguida se proyecta sobre la novela europea, te estén leyendo en otro idioma, y que, precisamente por ello, cuando los del 98 acudan en procesión a tu no-sepulcro, ya hayas sido honrado por miles de lectores extranjeros, que serán quienes te hagan formar parte del canon literario universal.
Mala suerte no es que, cuando se cumple tu quinto centenario, te levanten un ridículo monumento dentro de una iglesia que no visita casi nadie y que te inscriban una placa con una falta de ortografía. Mala suerte no es que las sucesivas reformas educativas te hayan desterrado del canon de lecturas de las enseñanzas medias, que ningún joven sea capaz de decir algo de ti que contenga más de diez palabras, y que ni siquiera los profesores, que se supone han de saber quién eres, te hayan leído alguna vez. Mala suerte no es que sea el siglo XXI, el siglo más tonto de la época contemporánea, el único que haya podido salirse con la suya y esté acabando contigo definitivamente.
La mala suerte, la auténtica mala suerte en todo esto, es que nazcas en España y tengan que ser los españoles los responsables de mantener vivo tu recuerdo.