Somos la última generación del Romanticismo. Nos gustan las mismas reliquias y adoramos a los mismos dioses. Seguimos hablando de genio y de originalidad, creemos que todo hombre oculta a un poeta y todavía consideramos el mundo como un misterio insondable. Pero de entre todas las supersticiones románticas que permanecen enquistadas en las glándulas de occidente, tal vez la más palmaria sea esa pulsión por el viaje que parece consumir a mis contemporáneos. ¿Por qué la gente quiere viajar a toda costa? ¿Qué es lo que otorga al viaje el prestigio social que hoy posee? Y sobre todo: ¿por qué se nos vende como una conquista personal que, a su vez, es reveladora de un estatus o de un carácter?
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