Somos la última generación del Romanticismo. Nos gustan las mismas reliquias y adoramos a los mismos dioses. Seguimos hablando de genio y de originalidad, creemos que todo hombre oculta a un poeta y todavía consideramos el mundo como un misterio insondable. Pero de entre todas las supersticiones románticas que permanecen enquistadas en las glándulas de occidente, tal vez la más palmaria sea esa pulsión por el viaje que parece consumir a mis contemporáneos. ¿Por qué la gente quiere viajar a toda costa? ¿Qué es lo que otorga al viaje el prestigio social que hoy posee? Y sobre todo: ¿por qué se nos vende como una conquista personal que, a su vez, es reveladora de un estatus o de un carácter?
Como sé que somos los últimos románticos, busco las respuestas en el Grand Tour, que fue el periplo que los niños bien de la aristocracia y la alta burguesía solían hacer por el continente europeo en el siglo XVIII. Aquellos viajes, que aún conservaban algo iniciático, dieron paso a continuación a lo que conocemos como «turismo», del que hoy viven, por cierto, los mismos países que entonces empezaban a visitarse. Fue así como se consumó la metamorfosis del viaje y del viajero, que pasó a llamarse turista. La distinción no es mía, sino de Paul Bowles: mientras el turista vuelve a su casa al cabo de un tiempo, el viajero, que no pertenece a ningún lugar, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.
La posmodernidad y el low cost han terminado por desacralizar el viaje. La gente sube a un avión sabiendo perfectamente lo que se encontrará cuando aterrice. Si no lo tuviéramos todo previsto, la mayoría de nosotros jamás se atrevería a salir de casa; de hecho, el viaje es una prolongación de las comodidades del hogar. Acostumbramos a regresar igual que partimos, con el dudoso triunfo de habernos personado en los lugares que tantas veces hemos visto en fotografías y películas, como si se tratase de un reto personal. Y si con ello provocamos la misma envidia que sentimos cuando vemos los viajes de los demás en las redes sociales, mucho mejor.
Viajamos por inercia, porque otra gente viaja. Y esta a su vez lo hace porque hay otros que lo hacen. Creo que, de haber nacido en esta época, Winckelmann y Goethe se habrían quedado en casa viendo National Geographic.
Imagen: Aviones. Fernando Muñoz Ubiña.
La desacralización apela al diminutivo: la playita, el solecito, la cervecita, las tapitas, el flamenquito… Todo es ridículamente pequeño.
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Y plano.
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